En 1955 Rafael Sánchez Ferlosio fue galardonado con el Premio Nadal por El Jarama. La novela se recuerda aún hoy, entre otras cosas, por su memorable arranque: una descripción lúcida del curso del río desde la vertiente sur de Somosierra hasta el lugar en el que transcurre la acción del libro: el Puente Viveros –lugar hoy en día fácilmente reconocible desde la Nacional II, ya sin ningún encanto natural-. Esta descripción está entrecomillada, pero nada indica que se trate de una cita extraída de otro libro. Efectivamente, la crítica llegó a definir esa primera página de la obra como “la mejor página de prosa de toda la novela”.
«Describiré brevemente y por su orden estos ríos, empezando por Jarama: sus primeras fuentes se encuentran en el gneis de la vertiente Sur de Somosierra, entre el Cerro de la Cebollera y el de Excomunión. Corre tocando la Provincia de Madrid, por La Hiruela y por los molinos de Montejo de la Sierra y de Prádena del Rincón. Entra luego en Guadalajara, atravesando pizarras silurianas, hasta el Convento que fue de Bonaval. Penetra por grandes estrechuras en la faja caliza del cretáceo —prolongación de la del Pontón de la Oliva, que se dirige por Tamajón a Congostrina hacia Sigüenza. Se une al Lozoya un poco más abajo del Pontón de la Oliva. Tuerce después al Sur y hace la vega de Torrelaguna, dejando Uceda a la izquierda, ochenta metros más alta, donde hay un puente de madera. Desde su unión con el Lozoya sirve de límite a las dos provincias. Se interna en la de Madrid, pocos kilómetros arriba del Espartal, ya en la faja de arenas diluviales del tiempo cuaternario, y sus aguas divagan por un cauce indeciso, sin dejar provecho a la agricultura. En Talamanca, tan sólo, se pudo hacer con ellas una acequia muy corta, para dar movimiento a un molino de dos piedras. Tiene un puente en el mismo Talamanca, hoy ya inútil, porque el río lo rehusó hace largos años y se abrió otro camino. De Talamanca a Paracuellos se pasa el río por diferentes barcas, hasta el Puente Viveros, por donde cruza la carretera de Aragón-Cataluña, en el kilómetro diez y seis desde Madrid…»

Nada permitía presagiar lo que apareció en la sexta edición de El Jarama, diez años después. Ferlosio decidió incluir entonces una nota preliminar en la que aclaraba por primera vez que él no era el autor del fragmento con el que empieza la novela: “[…] es mi deber consignar aquí de una vez para siempre su verdadera procedencia, devolviendo así al extraordinario escritor a quien tan injusta como atolondradamente ha sido usurpada, la que yo también, sin sombra de reticencia o modestia, coincido en considerar la mejor página de prosa de toda la novela. Puede leerse, con leves modificaciones, en: Casiano de Prado, Descripción física y geográfica de la Provincia de Madrid, Imprenta Nacional, Madrid, 1864, páginas 10 y 11”.
El plagio no era exacto, como se desprende de un análisis comparativo de ambos textos, pero sí tan evidente como para merecer por lo menos una mención el texto original. Por supuesto, esta curiosidad es más bien anecdótica, habida cuenta del excelente derroche de virtuosismo que es la novela de Ferlosio. He leído a pocos escritores que sepan manejar con tal maestría escenas en las que aparecen, casi siempre, más de diez personajes simultáneamente. Enarbolar la espada para denunciar el desaguisado no es la intención de este artículo.

Me interesa más bien ese párrafo inicial, la descripción del río El Jarama. El autor señala en la nota que los cambios con respecto al texto de Casiano de Prado son meramente anecdóticos y relativos a la prosodia. Esta afirmación es parcialmente cierta. Al margen de las modificaciones rítmicas, Ferlosio suprime de la descripción, en la medida de lo posible, las intervenciones subjetivas y los juicios de valor, restringe de esta manera su explícita intervención para enfocarlo a la consecución de una “objetividad” que tiene, como función principal, señalar cuales serán los principios de escritura que gobernarán el resto de la novela, “denunciando constitutivamente la falacia ilusoria de la mera reproducción, la mentira de cualquier concepción puramente transcripta de un realismo cuya objetividad deriva de la manipulación consciente del narrador objetivo de quien depende por entero la cohesión semántica del texto, y cuya deliberada ausencia visible es ya un primer principio estructurador, mediante el cual nos habla a través de sus silencios” (M.C. Carbonell).
Esta concepción entronca con otro arranque de novela memorable. John Dos Passos titula la primera parte de la trilogía U.S.A. (1930) con un referente geográfico: Paralelo 42, al que le sigue un fragmento tomado de la Climatología Americana de E.W. Hodgings, donde se habla de las condiciones climatológicas de dicha latitud. La intencionalidad parece ser la misma, a tenor de los rasgos equivalentes de ambas prosas.

Estos datos me llevaron a pensar no tanto en la presunta función literaria de dichos fragmentos en el contexto de cada novela, sino en los geógrafos de los que se tomaron. Si el primer párrafo de El Jarama supone “la mejor página de prosa de toda la novela”, uno puede conjeturar que quizá merezca la pena cualquier página de prosa de Casiano de Prado.
¿Quién fue este hombre? Se le recuerda por ser uno de los primeros exploradores de los Picos de Europa. Su expedición, en 1883, fue posterior a la de Schulz en 1878, pero no menos significativa, según fuentes especializadas. Los mismos picos que hoy en día no suponen frontera alguna, entonces eran absolutamente desconocidos. Casiano de Prado, ingeniero de minas y geólogo; explorador: acaso estos apelativos definan –en el sentido más metafórico- el espíritu más literario, que se certifica sobre todo en la voluntad de abismo estructurado que lo domina. Cuentan de Casiano que “aun en avanzada edad” recitaba para sus amigos con “voz ronca” “la inimitable oda a la invención de la imprenta” de Manuel José Quintana (Maffei y Rúa Fugueroa, 1872). La imagen del geólogo rapsoda es líricamente poderosa. Casiano era un asiduo de El parnasillo, mítica tertulia literaria madrileña de principios del XIX, lugar de encuentro de jóvenes escritores de corte romántico. Efectivamente, allí entró en contacto con el romanticismo como corriente literaria y llegó a componer algunos versos que nunca vieron la luz. Dijo su amigo y colega portugués Schiappa D’Azevedo que “deleitábase particularmente en discurrrir sobre asuntos literarios, que le eran muy familiares y en que revelaba un gran fondo de erudición”. Esta amplia formación literaria es probablemente la que otorga un valor especial a su obra. Con esto pretendo señalar lo mucho que se ha perdido con la especialización y parcelación de las diversas disciplinas y el abandono del estudio general de las humanidades, sobre todo en aquellos campos más técnicos, rasgo que bien ahora podría recuperarse para mejor educación y disfrute de nuestros pupilos, habida cuenta de los excelentes textos en prosa –incluso disfrutables desde el punto de vista literario, tanto que la crítica llegó a decir eso de “la mejor página en prosa de toda la novela”-, técnicamente exactos pero desfasados ya, que ofrece Casiano de Prado.

Por último, la indagación nos devuelve a la novela de Ferlosio. El contacto de Casiano de Prado con el romanticismo le acercó a cierta tendencia subjetivista de la prosa –recuérdese la importancia del Yo en dicha corriente-, y esa tendencia se refrenda en su descripción geográfica de El Jarama. Sin embargo, el juego se dispone cuando Ferlosio reelabora el párrafo de acuerdo con principios absolutamente antinómicos al romanticismo, que se concretan en el realismo social que practicaba y que le llevaron a suprimir “los juicios de valor y las opiniones subjetivas” de ese fragmento con que arranca la novela. El enfrentamiento de dos concepciones irreconciliables en el feliz espacio de uno de los grandes párrafos de nuestra literatura.
Víctor Balcells