Teoría del magnetismo en la obra literaria
Read me the bit
again about the thing
that is pure…
Read that bit, the thing
we cannot turn our eyes to,
you begin it.
John Holloway
(Escrito en 2018)
El día de la revelación del significante. Como mínimo, de su capital importancia como factor de base. Ocurrió en un convoy de la L1 del metro de Barcelona, en el volumen 6 de los seminarios de Lacan, El deseo y su interpretación a la altura de la estación Rocafort, conocida en la red por los avistamientos de fantasmas y por tener cerca las mejores tiendas de esoterismo. Hasta ese momento, para mí la palabra significante sí había significado algo, pero muy poco, figurado más o menos con forma de plúmbea cosa estructural y secundaria. Mi idea era que ejercíamos un control pleno sobre él. Sólo cuando Lacan coge a Freud y lo descifra ordenando todas las intuiciones acerca de la unidad mínima, el núcleo que no es nada y sobre cuyos vacíos se construye la comunicación, y se desarrolla el movimiento metonímico del deseo, entendí el valor y el misterio que puede suponer el significante para la escritura. No me gustaría ser oscurantista, pero tampoco escribir un tutorial lacaniano que, seguro, estaría plagado de errores de comprensión por mi parte, y de tonterías. Por lo que, lo que intentaré aquí, será aplicar en la técnica de la escritura lo que creo que me ha revelado el tema del significante de la forma más libre e intuitiva. Pues tenía unas intuiciones acerca del poder de las metáforas, y acerca del control de la fuerza de una sentencia a partir de dos elementos: el ritmo y la metonimia. Pero no sabía explicármelo más que intuitivamente, y no podía aplicarlo de forma sistemática. Ocurría lo mismo que cuando trato de pensar en Cómo piensan los animales. Por supuesto, puedo imaginar intuitivamente cómo ocurre tal cosa: pero resulta inexpresable porque tal cosa se maneja fuera de la cadena del significante, y todo aquello que es revelador de dicha cosa no puede expresarse sin pérdida en el lenguaje. Sin embargo, si uno entiende las reglas del significante según la perspectiva del psicoanálisis lacaniano, puede adoptar también algunos secretos referidos a la técnica de la escritura, y ofrecer un soporte técnico a aquello que en apariencia era una magia.
Allí donde trabajo, por empezar a tejer un ejemplo, existe un departamento de creatividad que, a pesar del talento de varios de sus integrantes, debe someterse a los dictados de los clientes. Los clientes siempre quieren una copia de algo. No puedes llegar a los clientes y decirles, he inventado esta genial y única forma de publicitarnos, pues huirían espantados. Lo que les gusta, en cambio, es que uno llegue con estadísticas que demuestren el rendimiento pasado de cien anuncios de cierto tipo y que les digas: «nosotros haremos el anuncio 101 de este tipo, estadísticamente funcional». No se puede sino notificar que hay una mecanización, un automatismo implícito. Aparte de un brutal conservadurismo disfrazado de innovación. Mi experiencia comprueba por otro lado lo siguiente: he visto a los copy trabajar en varias campañas publicitarias y su escribir es forzosamente desconectado, y tal desconexión se entrega al lugar común de forma reiterada en el texto. Pues eso es lo que le gusta al cliente. Si le sugieres a un copy que en un tweet de cierta campaña creativa introduzca una frase ligeramente «rara» (y con rara podría ser algo que para nosotros no sería en absoluto raro, sino sugerente: «Le relajaba escuchar el viento, cuando el viento soplaba a través de los pequeños orificios de la ventana»), el cliente detecta la rareza y suspende automáticamente la publicación del tweet. El cliente quiere: «Cada día al despertar siente una emoción nueva, y nosotros formamos parte de ella». La principal y nuclear diferencia entre un ejemplo y otro reside en que, bajo el dominio del lugar común, la tensión que otorga el encadenamiento de los significantes en sus unidades mínimas de significado, es laxa, débil, en lo que quiere el cliente. Toda metáfora y toda metonimia en el dominio del lugar común, está muerta. Las conexiones que se trazan son de contiguidad, los efectos metafóricos que se logran tienden a una literalidad que no estimula -siendo el efecto físico principal de una buena metáfora, una estimulación nerviosa del cuerpo, un nacimiento de algo en el corazón-. Se puede decir que la expresión de un lenguaje que encadena elementos muertos es el lenguaje último del Capital, y por supuesto el representante in corpore de la película aquella La invasión de los ultracuerpos. La ley es que si le ofreces al cliente una frase con tensión interna de algún tipo vs una frase cuyas tensiones han sido anuladas, siempre escogerá la frase anulada.
Tensión literaria en El Jarama, de Ferlosio
Como ejemplo de una tensión superior o extrema, contrapuesta a la encadenamiento de lugares comunes, me fijo en El Jarama, de Sánchez Ferlosio. Esencialmente, en el párrafo inicial de la novela, que el propio autor dijo haber reescrito a partir de una nota enciclopédica. Resulta interesante ese fragmento porque se trata de la operación de un escritor para estilizar una nota esencialmente fría y geográfica, una localización:
Describiré brevemente y por su orden estos ríos, empezando por Jarama: sus primeras fuentes se encuentran en el gneis de la vertiente Sur de Somosierra, entre el Cerro de la Cebollera y el de Excomunión. Corre tocando la Provincia de Madrid, por La Hiruela y por los molinos de Montejo de la Sierra y de Prádena del Rincón. Entra luego en Guadalajara, atravesando pizarras silurianas, hasta el Convento que fue de Bonaval. Penetra por grandes estrechuras en la faja caliza del cretáceo —prolongación de la del Pontón de la Oliva, que se dirige por Tamajón a Congostrina hacia Sigüenza. Se une al Lozoya un poco más abajo del Pontón de la Oliva. Tuerce después al Sur y hace la vega de Torrelaguna, dejando Uceda a la izquierda, ochenta metros más alta, donde hay un puente de madera. […]
Aquí tenemos dos cosas: hay una especial atención a la prosodia, y la prosodia no puede ser otra cosa que «el aceitado» de los significantes. Uno intuye que el dominio de la prosodia implica en la práctica una «captura de la atención del lector». Literalmente, un magnetismo. Porque los sonidos que se encadenan presentan un patrón melódico y siempre que eso se da, se instituye un orden. Como decía Fellini, dicho orden no puede ser perfecto. Si es perfecto: está muerto. Ese orden lo reconocemos siempre que se da, y nunca lo vemos en la locución de un telediario, o en la tertulia de la noche (aunque cualquier persona puede «cuadrar» ritmos, es improbable que eso ocurra de forma sostenida de frase en frase, consecutivamente, tal y como lo trabaja un escritor en el orden del párrafo). Poeta en Nueva York de Lorca desprende, en la lectura, una fuerza tirante, muy parecida a la de un guante de goma que te impulsara hacia un seno materno.
[…] sus primeras fuentes se encuentran en el gneis de la vertiente Sur de Somosierra, entre el Cerro de la Cebollera y el de Excomunión. Corre tocando la Provincia de Madrid, por La Hiruela y por los molinos de Montejo de la Sierra y de Prádena del Rincón.
Es la extraordinaria prosodia la que posibilita esa magia: donde «sus primeras fuentes se encuentran» alitera ligeramente la s para concordar con el fluir del agua, tal y como la «vertiente Sur de Somosierra» ejerce el doble efecto de «encrespamiento» en sonido y contenido.
El segundo elemento, son el orden y los motivos de los significados que desciframos en el significante (al que observamos musicalmente articulado, como mínimo). Aquí sugiero que nos fijemos en la naturaleza de lo que se nombra y en lo que aquéllo evoca. Pues inicialmente, estamos ante una descripción geográfica. Pero, prestemos atención: tras «empezando por Jarama:», tenemos la siguiente cadena de unidades conceptuales: fuentes primeras, ladera, montaña escarpada, cerro, cebolla, excomunión. Aceleración, elemento táctil, concepto imaginaria de provincia, atravesamiento de una cosa vacía que es La Hiruela, molinos, sierra, pradera, ángulo.
Asistimos pues a un viaje a lo largo de dos oraciones que, además, tiene su cierre notorio en «rincón». Es indiferente que haya intercambiado cosas como Cebollera por cebolla, pues a mi entender así opera realmente el cerebro en su contacto con estos elementos. El cerro de la cebollera evoca un cerro, pero en un importante espacio del campo de dicho cerro, también una cebollera, por la conexión entre ambos términos, una cebollera que no es otra cosa en mi mente que una agrupación imaginada de cebollas. O sea, que la imagen preverbal es una colina con cebollas, donde la cebollez es perceptible en el ser de la colina, sin que una cosa sea distinguible de la otra, ni propiamente visible, debido a su encadenamiento. La imagen preverbal también se impregna de cierta comicidad, aunque no debemos ubicar a las emociones en el nivel inconsciente. Todo se reduciría a un pulso de color y un volumen, una forma, que al formalizarse en la mente incorpora un sentido ligeramente cómico. En ese proceso, inscribiríamos las palabras.
Sabiendo esto, el escritor juega y ordena. ¿Por qué colocar después, en ese raro salto, la mención al cerro de la Excomunión? No quiero meterme en el delirio de desentrañar todo esto, sólo quiero señalar que, si nos fijamos en la cadena, hay contrastes, hay saltos en ocasiones importantes de un concepto a otro, hay vacíos que se componen entre ellos: los vacíos son el salto. Estos vacíos que son el salto sólo se manifiestan si hay contraste. Y son ellos, a mi entender, los que poseen el poder del magnetismo sobre el receptor. Pasamos de la imagen de unas fuentes primordiales a la imagen acompasada de una montaña que adquiere volumen y altura, para luego descender al asunto de la cebolla y al giro de la excomunión. Punto. El giro de la Excomunión representa un salto superior al resto de saltos, hay un bandazo violento por efecto de la metonimia hacia un tema totalmente excéntrico a lo que se trata, con lo cual adquiere sentido ese punto de cierre en el ritmo, y el acabarse de la frase. Y luego la siguiente frase, que en su inicio marca otra velocidad textualmente («corre tocando»; podríamos introducirnos en el efecto táctil añadido que se encadena aquí en el campo del correr y lo impregna, generando un dinamismo restregante en nuestra mente), y con esa velocidad nos lleva por otro baile conceptual que exige un ejercicio superior de la mente. El ejercicio consiste, entiendo, en descifrar lo que esa cadena evoca en la relación de los significados, hacer luminoso lo vacío que es precisamente la relación, el empalme. Permitir que el empalme, a pesar de ser la conexión vacía entre dos conceptos, juegue un papel en la tensión. Esa sería la forma adecuada de leer poesía. Leeríamos poesía atendiendo a la relación entre los significados, pero abriéndonos a la dimensión del sonido en el significante y del vacío que lo articula de dos formas: en las pausas y en los saltos de concepto (casi literalmente, en las sacudidas que realizará nuestro cerebro cuando pase de una palabra a otra).
Uno se da cuenta, en todo caso, de lo siguiente: Ferlosio es un gran escritor porque, cuando quiere, demuestra que sabe jugar en los diferentes niveles de sentido de la oración. Domina el significado, y también el significante, y en el dominio de los poderes que otorgan ambos, teje una red, porque no se puede definir de otra forma tal complejidad inicial (señalada por él mismo en entrevistas como voluntaria y buscada), semejante invitación al juego que, desglosada en sus partes y elementos lo primero que revela para nosotros es que existe una mente que ha buscado un orden más allá del nivel del significado. Y que para hacerlo ha tenido que formalizar una cadena esencialmente de sonidos, significantes y empalmes vacíos coherentes entre sí. O de lo contrario sus frases hubieran resultado muertas. Y que para lograrlo ha tenido que crear un efecto propiamente cuántico: el de acompasar el efecto sinestésico del sonido con el efecto formal del significado en una capa que es al mismo tiempo dos capas simultáneas, e infinitas capas en realidad: porque la clave, opino, es que no existen las partes de ningún todo. (A mi entender, una y otra vez, en los distintos campos del saber, acabamos en la misma lógica del dominio de la paradoja, donde el uno es a su vez dos, la unidad ya es en sí misma multiplicidad. Es como si se nos dijera: esto es así y no hay que darle más vueltas a pesar de la percepción y la lógica del lenguaje: uno de los problemas más discutidos en la historia de la filosofía es sencillamente falso, y en la demostración reside la clave).
Anne Carson, poéticas del deseo
Dice Anne Carson que una paradoja es un tipo de pensamiento que intenta alcanzar, pero nunca lo consigue, el final de su pensamiento. Así lo imagino: existe un flujo, al que podemos llamar tiempo, por el que discurre íntegramente todo aquello que conocemos como realidad (sin entrar en disquisiciones). Luego, existe la idea genial de la consciencia, de una mente que puede reconocerse a sí misma y observar que hay un Otro. Esta consciencia puede articular elementos determinados del flujo (en este caso, palabras, frases que articulan un texto) y formalizar, en el flujo, la idea de un remolino. Un remolino tiene un punto ciego: su sumidero. El punto ciego de las creaciones de la consciencia es el deseo. Todo esto, claro, son fabulaciones. El ensayo de Anne Carson, poéticas del deseo, las suscitó. Ella nos habla allí de los poetas griegos. Se observa que, a medida que ascendemos hacia arriba en la historia, en lo así llamado arcaico, encontramos que aparece una matemática, una voluntad, una intención directa de los poetas en lo referente a la armonía y la música del significante.
Cuanto cualquier criatura se dispone a intentar conseguir lo que desea, su movimiento comienza con la imaginación, que él [Aristóteles] llama phantasia. Sin semejante acto, ni los animales ni los hombres se animarían a proyectarse desde su condición presente hasta más allá de lo que ya conocen. La phantasia trastorna la mente hasta el movimiento mediante su poder de representación; en otras palabras: la imaginación prepara el deseo al representar el objeto deseado como deseable para la mente del deseador. La phantasia le cuenta una historia a la mente. La historia debe dejar una cosa clara, a saber: la diferencia entre lo que está presente y lo que no lo está, la diferencia entre el deseador y lo deseado.
La phantasia trastorna la mente hasta el movimiento mediante su poder de representación. Cada vez que vuelvo a esta frase pienso que no podré nunca pensarla lo suficiente, porque no tengo las herramientas para hacerlo. Pero pienso: tomemos Hamlet. Habrá un motivo, digo yo, por el cual esa obra es atemporal, y todo aquel que le presta atención consigue captar por lo menos parte de su extraordinario misterio. Tenemos una obra en verso articulada con la -recientemente descubierta- escritura en inglés de Shakespeare. Según mi percepción, la frase en Shakespeare es un sucederse de contrapuntos sonoros. Hay una atención especial en articular la consonantes con el fin de imprimir una fuerza y una modulación, con concentraciones de dureza y suavidades. Como en el caso de Joyce, cualquier frase tomada al azar, y examinada con detenimiento, revela este hecho:
Affection! thy intention stabs the centre:
Thou dost make possible things not so held,
Communicatest with dreams;–how can this be?–
With what’s unreal thou coactive art,
And fellow’st nothing.
Al margen de que los versos expresan la idea: el sonido. Retomado Hamlet, tenemos a un personaje incapaz de acometer la venganza por el asesinato de su padre. En las diversas ocasiones que tiene para matar a su tío, articula toda clase de subterfugios del pensamiento para evitar actuar. Se borra. Ese ser borrado transita por la obra y se articula con otros personajes que, a su vez, son representaciones del deseo: la madre entregada eróticamente al tío, Ofelia, Polonio, Laertes, etc. Lacan cuenta en su seminario 6 cómo Hamlet, la obra, representa todos los polos del deseo de lo humano, y los articula, y los pone ante nuestros ojos gravitando en torno a un punto ciego: Hamlet. Este hecho, junto con el dominio exacto y superior de la prosodia y el verso, hacen de Shakespeare un escritor que sin duda conoce los secretos de la escritura que aquí queremos desentrañar y sólo intuimos. En el significante: cómo dar el salto para comprender qué atractores, qué potencias, pueden conseguirse en la articulación del sonido, y para qué. Es decir, qué fuerza hace qué, y cómo usarla cada vez y en la articulación, la relación que es dinamismo por su sentido de salto, vacío por el que se pasa hacia otra cosa. En la trama, no puede existir un relativismo de la misma, un… cualquier cosa vale. En la trama debe articularse un sumidero, incluso varios operando entre sí, pero nos quedaremos según la idea loca de que toda trama es un remolino, y que el remolino es la operación de la consciencia sobre el mundo, y con la idea según la cual la consciencia puede enraizarse y articularse y formar un remolino verdaderamente grande cada vez que se articula en el significante, si sabe hacerlo, si conoce el secreto del ritmo de las palabras, el doble secreto de la correlación del ritmo y el significado, y el secreto final de la composición fantasiosa, pero creíble, de un sujeto en la obra, o varios, y de su objeto de deseo: el punto ciego, motor indispensable sin el cual no hay obra, ni, creo yo, arte, si es que queremos que esta palabra, arte, empiece a significar algo concreto.