Misterios literarios: Joe Gould y JMM Caminero
I
En 1942, la revista New Yorker publicó un perfil titulado El profesor Gaviota. Su autor, el reputado periodista Joseph Mitchell. En el texto se esbozaba un completo retrato de un escritor vagabundo llamado JoeGould. Este hombre, tras licenciarse en Harvard en 1911 y trabajar un tiempo como crítico teatral en Nueva York, sucumbió en 1916 ante una súbita revelación producida por la lectura de una frase del poeta W. B. Yeats que dice así: «La historia de una nación no está en los parlamentos ni en los campos de batalla, sino en lo que las gentes se dicen en días de fiesta y de trabajo, y en cómo cultivan, se pelean, y van en peregrinación». En ese momento, concibió la idea de una obra literaria de gran envergadura titulada Historia oral de nuestro tiempo, a cuya escritura se consagraría de ahí en adelante adoptando para ello, incluso, un modo de vida entregado a la mendicidad: «decidí no aceptar nunca más empleos estables, salvo por cuestión de vida o muerte, recortar mis necesidades a lo más básico y sobrevivir con la ayuda de amigos y almas caritativas». Desde entonces, se le pudo ver por las calles de Nueva York y, en concreto, en los alrededores de Greenwich Village, donde se encontraban sus mayores benefactores: escritores y artistas diversos, entre los que destacaban poetas de la talla E.E. Cummings (con una aportación de tres dólares semanales) o el escritor y editor Malcolm Cowley (un dólar semanal). Era, sin duda, un hombre conocido y en parte respetado; su obra Historia oral de nuestro tiempo, se había convertido en la comidilla de los círculos literarios.
Además sabía llamar la atención. Irrumpía en las fiestas y hablaba con todos los presentes: tenía el don de la palabra. Y si las circunstancias lo favorecían, podía llegar a realizar auténticos espectáculos verbales y performáticos frente al público. Decía que había aprendido a hablar el lenguaje de las gaviotas, el gavioto -de ahí el título del artículo de Mitchell- y no sentía ningún pudor al recitar en ese idioma de graznidos poemas clásicos de la literatura inglesa ante el estupor de los presentes, entre otros variopintos actos de genuina excentricidad.
¿En qué consistía, pues, la Historia oral de nuestro tiempo? Sólo incluía cosas que había visto u oído. Según se sabía, la mitad de la obra, en 1942 veinticinco veces más extensa que la Biblia, constaba de conversaciones vertidas literalmente y ordenadas por temas y subtemas. Mitchell así lo describe: «La Historia oral es una gran mezcolanza, un cocido casero de la habladuría, un muestrario del rumor, un pozo ciego de cuentos, chismes, alcahueterías, bulos, embrollos y disparates fruto, según el cálculo de Gould, de más de veinte mil conversaciones». Para su composición Gould utilizaba cuadernos de redacción de cinco centavos. En total, según decía, había llenado unos doscientos setenta, el grueso de los cuales se conservaban en el sótano de una prima suya, y otros, sueltos, podían encontrarse en las casas de algunos amigos recurrentes. Cuando muriera, dos terceras partes del manuscrito deberían entregarse a la Biblioteca de Harvard y el resto al Instituto Smithsoniano para su estudio.
Pero, aunque se decía que varios editores habían rechazado muestras de dicho manuscrito, lo cierto es que, tal y como comprobó Mitchell, no existía en este mundo nadie que hubiese leído ni una sola línea de la obra. Todos hablaban de ella y todos daban por supuesto que sería de calidad, dada la elocuencia, la vitalidad incombustible y la lucidez verbal que arrojaba Gould. Y, sin embargo, nadie conocido había tenido acceso a ella. En 1957, con la muerte de Joe Gould, se emprendió la búsqueda de los cuadernos donde se encontraba reunida la Historia oral de nuestro tiempo y se descubrió que tales cuadernos no existían o habían sido destruidos. La obra, de más de diez millones de palabras, o bien se encontraba recluida y salvaguardada en algún lugar recóndito e inaccesible, o bien se había perdido definitivamente.
Afortunadamente, el misterio del texto extraviado se resolvió en 1964, cuando Joseph Mitchell publicó un nuevo artículo en el New Yorker titulado El secreto de Joe Gould. En esta obra maestra del periodismo de investigación, Mitchell explicaba qué había ocurrido con dicho manuscrito y qué sabía él acerca de ello. Como no quiero aguar la fiesta a los lectores que no conozcan el texto, me detengo aquí. A quien le interese saber más acerca de JoeGould y su secreto, pueden encontrar el libro en las librerías de viejo, editado por Anagrama y posteriormente por Círculo de Lectores en tapa dura. Lo que me interesa para este artículo es el gesto decisivo que acometió JoeGoul al abandonarlo todo para entregarse a la composición de su gran obra. La literatura como una forma de militancia espartana. También me interesan quienes componen obras de longitud notable que crecen, sin remedio ni posibilidad de conclusión, hacia la obsesión y el paroxismo. Qué mecanismo devastador opera en esos casos. El castillo de Franz Kafka como manifiesto; la carta que escribió Roberto Bolaño a su editor, Jorge Herralde, anunciando que su obra Los detectives salvajes había aumentado enormemente de tamaño y sin control, hasta las ochocientas páginas, como la ejecución más elegante de dicho manifiesto. En el mundo del cine, el personaje que interpreta Michael Douglas en Jóvenes Prodigiosos, incapaz de encontrar el final para una novela que se le ha ido de las manos y que crece como un cáncer; en Henry Fool el bohemio que lleva años componiendo una obra en varios volúmenes en vano, porque no posee ningún talento para la escritura. Los ejemplos se acomodan tal vez a un arquetipo que tiene que ver con el enquistamiento.
Pienso, por otro lado, en los editores que deben afrontar la publicación de obras de estas características. En Robert Gottlieb realizando una selección entre los diversos millones de palabras que componen los Diarios de John Cheever (de los que hablé el otro día aquí), en Maxwell Perkins, que supo cribar con acierto la enorme obra manuscrita de Thomas Wolfe. Hay heroicidad en todo el proceso y eso es digno de ser celebrado.
II
En la editorial en que trabajo, recibimos una media de tres manuscritos no solicitados al día. En ocasiones, los autores se sirven del correo electrónico y en ocasiones envían el manuscrito impreso por correo postal. Acostumbran a añadir una carta de presentación que ofrece una sinopsis y un desglose de los diversos motivos por los que creen que encajarían en el catálogo editorial. Todas estas obras son examinadas con mayor o menor profundidad por un equipo de lectores que facilita el trabajo a los editores. Se utiliza algo así como el sistema de doble ciego que insitituyó la editorial Gallimard hace décadas, según el cual cada obra considerada afín es valorada por dos lectores independientes. Si los dos informes son desfavorables, la obra se desestima de inmediato sea quien sea su autor. En el caso de que uno de los informes sea favorable, se inicia un debate con el editor como tercer lector. Naturalmente, los libros que obtienen ambos informes favorables pasan a ser prioritarios para su definitiva resolución.
Hace un año decidí emprender la revisión de los manuscritos que habíamos recibido por correo postal y que, por un motivo u otro, habían quedado sin valorar en los meses precedentes. Me acompañó, según recuerdo, mi amigo y compañero de blog Iago Fernández. Nuestro objetivo era cribar en alguna medida el material y seleccionar algunos textos, si los había, que pudieran merecer la pena. Un trabajo por otro lado difícil y delicado. Recuerdo que fue Iago quien dio con el manuscrito de J.M.M. Caminero. Se trataba de un texto no muy voluminoso que incluía un DVD. Tal y como anunciaba la nota adjunta al manuscrito, se habían impreso algunos pasajes representativos de la obra que incluía el DVD. Esta obra era definida así por su autor: «He realizado una novela filosófica y pictórica, que se titula: Soliloquios o Enciclopedia Filosofía que en extensión es una de las diez novelas más extensas del mundo, y creo que una de las tres más extensas realizadas en español». Examinamos el DVD y nos encontramos con una obra dividida en carpetas y subcarpetas repletas de archivos que sumaban, según cálculos estimados por el autor, 37.000 páginas.
Acometer la escritura, con o sin éxito, de una novela, es un gesto que admiro. No sería capaz, en los artículos de este blog, de descalificar a nadie que ha llevado a cabo semejante esfuerzo. Por otro lado, Treinta y siete mil páginas evidencian que cualquier juicio de valor que pudiera emitir aquí sería irrelevante. Así que me limitaré a lo descriptivo. La obra combinaba texto con pintura. En ocasiones, los dibujos habían sido realizados con Paint. En general, servían de acompañamiento al texto. Recuerdo, por ejemplo, un capítulo de la obra dedicado a meditaciones en torno al Triángulo. Aparecían diversos dibujos de triángulos. Algunos, probablemente, con pretensiones artísticas. Los soliloquios trataban de abarcar los más dispares temas, desde la ética hasta la geometría, y se constituían en largas meditaciones desglosadas y numeradas. Se puede acceder a la lectura de la obra (sin imágenes, creo) en el siguiente link.
La fascinación que sentimos Iago y yo por J.M.M. Caminero fue inmediata. Buscamos su nombre en Google y encontramos mucha información acerca de este escritor, incluso un periódico de provincias había publicado una noticia conforme J.M.M. Caminero estaba escribiendo una de las obras más extensas jamás concebidas. Lo más interesante, sin embargo, fue un canal de Youtube del autor en el que aparecían diversos vídeos en los que se mostraba su obra pictórica. Entre ellos destacaba una autoentrevista que se había realizado el autor a sí mismo en 1992. En ella ya hablaba de los Soliloquios o Enciclopedia Filosófica, la cámara tomaba la imagen en contrapicado y aparecía demasiado cerca del objetivo, de manera que podía percibirse el sudor perlado que le coronaba la frente y cierto aire alcoholizado en el movimiento de los labios. En el vídeo se hablaba de las enormes dificultades que había acarreado el intento de publicar semejante obra. Se hablaba entre pausados silencios, del rechazo y del olvido, de la soledad en que se cifraba su vida, de la autoconsciencia de una genialidad no reconocida y de la fuerza inasible que, sin embargo, seguía impulsándole a escribir más allá de todas las adversidades. Este vídeo, actualmente, no se encuentra disponible. Entiendo que el autor decidió suprimirlo debido a su carácter confesional. En mi opinión, pudo tener algo que ver en la decisión de borrarlo el hecho de que aquel vídeo fuese también una muestra de debilidad, cuanto todos sabemos perfectamente que el sufrimiento del escritor no es posible comunicarlo sin quedar en ridículo. Siguen existiendo los vídeos de muestra pictórica y, como un rescoldo o una ruina, este misterioso vídeo cuyo significado aún no he logrado descifrar.