Terroristas modernos, de Cristina Morales
El Satiricón se cuenta entre mis obras favoritas porque trata el tema de la fiesta. El tema de la fiesta me interesa por lo exótico: nunca acudo a fiestas, y en el caso de que tal cosa haya ocurrido, la incapacidad verbal y física han hecho, de mi persona, desecho o estatua. La fiesta para mí es, pues, el gran misterio. Así he realizado trabajo de campo y leído magníficas obras sobre el tema (Una teoría de la fiesta, Pieper). Ha habido una formación sin título en torno al tema. Un doctorado, y en consecuencia, el conocimiento final y teórico absoluto, y nada más. En el caso de surgir ahora de pronto en medio de una fiesta, habría la misma incapacidad. Por lo que la fascinación sigue intacta, el misterio sin solución: sigue desplegado.
Por puro deleite, Petronio: «Cuéntame, amigo, pero bajo tu palabra de honor: aquella noche en la que Ascilto te me sustrajo, ¿estuvo en vela hasta hacerme la putada, o se contentó con una noche púdica, como un viudo?». Como un viudo paseaba yo el otro día por el barrio de Sants. Suelo hacerlo con el objeto de comprar «comida», o «cosas para la casa o el momento». El recorrido es variable; entonces tuve la idea de pasar junto a la casa okupa de Can Vies. Me interesa ese edificio parcialmente derruido debido a refriegas con la policía. Sus paredes están llenas de agujeros por los que se ven salas, habitaciones, sótanos eclécticos, y yo puedo ejercer en su plenitud mi oficio de escritor: estar presente en el plot, el momentum o como se le quiera llamar al acontecimiento, sin ser notado. Cuando me asomé el otro día, reconocí enseguida a la escritora Cristina Morales. No sé si ustedes conocen a esta escritora. Ahora mismo se acaba de imprimir la segunda edición de su última novela, Terroristas Modernos:
Esto es lo que vi por el agujero. Cristina llevaba un chándal gris (quizá de pieza única, raro ejemplar) y se desenvolvía sobre el parquet en lo que a todas luces parecía un baile. No había música. En cambio, había una mesa en el centro de la pista con la que Cristina parecía estar bailando. Observé, sin entender muy bien qué estaba observando, cómo Cristina tomaba la mesa por las patas y se desplazaba sobre la pista ejecutando pasos quizá de tango -no lo sé, me lo invento. ¿Qué era eso? ¿Tan extraña es mi escritora favorita de los últimos meses/años? Yo ya sabía de antemano quevivía en mi mismo barrio, pero hasta entonces no la había visto ni me había cruzado con ella (el respeto al ídolo, grave pecado a subvertir). Me quedé para confirmar que, efectivamente, estaba bailando a solas con una mesa, y marché rápidamente de allí, diría, perturbado, pero en cierta medida también complacido; pocas veces las fantasías proyectadas son idénticas al objeto sobre el que se proyectan. Si se diera siempre eso, el amor y la admiración serían eternos.
A los pocos días de tal visión me di cuenta de que seguía pensando en su oscuro significado. Así que tomé la decisión de comprar Terroristas Modernos y leerlo. El objetivo: inferir la psicología completa de Cristina a través de las insondables capas de la ficción y llegar a alcanzar de alguna manera un conocimiento abstracto, quizá carente de expresión lingüística, en el que el sentido de la danza y la verdad última del rito me fuera revelado. Mucha pretensión había. Al empezar a leer el libro encontré en palabras sencillas, y con cierta rima tonta, maestría. Un escritor maestro desprecia la existencia de las máscaras, pues él puede ser todas las máscaras. Mucho hemos hablado en este melancólico blog de los escritores de segunda, los ceros a la izquierda voluntarios, y otras figuras heroicas de la literatura. Hay que definir también a los maestros. El maestro piensa que las tramas son simple tontería; las tramas no son en absoluto el problema (sólo para los broncos y repetitivos guionistas de Netflix). El escritor maestro conoce la matemática del sonido, y además la combina con el modo plástico que representa el significado. Según David Foster Wallace, cuando eso se domina a lo largo de múltiples párrafos, se da un clic en el lector. El concepto es simple: cuando se da el clic estás muy cerca del misterio, y de las secretas fuentes de la vida, y caes de rodillas ante el poder superior y, opino, olvidado de la escritura. Antes de entrar en materia: no sabría decir si Cristina entra en mi categoría de maestro: hay demasiadas capas y contaminaciones que impiden una visión clara del tema, pero en su prosa he vivido el clic, siempre, en todos y cada uno de sus libros.
Cualquier página al azar de la obra de Cristina Morales muestra una violencia implícita en el estilo. Tal y como Cormac McCarthy imprime fuerza a su inglés a través del método bíblico, Cristina presenta el vigor y la violencia a través del método gongorino, a su vez mezclado con el método popular, folklórico, okupa, macarra, y sucesivos métodos que componen una completa metodología. Si nos fijamos en el detalle más detallado, sorprende incluso, y deja patidifuso, el extraordinario y difícil dominio de los «…», los punto y coma y hasta las comas. Variedad de usos y tempos implícitos (sabes cuál es el tempo de cada coma, sin que ella pueda especificar su diferencia) son prueba científica de oficio. Allí, caen la mayoría de escritores (miren cómo ruedo por el barranco, y prosigan).
Terroristas modernos reconstruye la «Conspiración del triángulo», un intento de golpe de estado fracasado que tuvo lugar en España en 1816. Lo interesante de la conspiración era su estructura piramidal, de tal manera que se creaba una cadena desde los ejecutores, el pueblo llano, y los dirigentes, a lo largo de sucesivos contactos hasta llegar al cabecilla de la conspiración. Cristina construye una estructura coral en la que seguimos a más de treinta personajes (con diferentes grados de importancia, siendo los principales por lo menos seis y la principalísima una, Catalina Castillejos, que es, por decirlo así, bosón de Higgs del resto) en los días que preceden al intento de golpe. La dificultad técnica que presenta una novela de estas características si uno se la prefigura en la mente no deja de escandalizarme. Sólo el hecho de haberlo intentado y, a su vez, concluido, me parece el más alto logro. Así lo creo, el escritor debe pensar los movimientos de la estructura tal y como Steiner pensaba los campos de fuerza en el ajedrez. Si tenemos una partida dada, no vamos a fijarnos en las piezas por separado, sino en el conjunto de fuerzas que representan: el tablero ya no son piezas contra piezas, sino fuerzas contra fuerzas, lo cual permite una disposición mucho más dinámica, multiforme y variable. El brutal defecto de las series de moda (excepto Twin Peaks), es haber asumido la lógica positivista del objeto, cuando, si se quiere explotar el verdadero potencial de toda historia, hay que asumir la lógica de los campos de fuerza. Suena raro, pero alcanzar a comprender la distinción entre una lógica y otra, determina disponer de la vida en sí misma, o bien de pedazos sueltos de cartón y piedra. Es elegir el espacio real y creativo de las matemáticas, o creer que el mundo es únicamente suma, resta, división y, a veces, raíz cuadrada. El texto de Cristina exige mucha atención (felizmente, se ha incluido un glosario de nombres muy útil como guía). Primero, porque las tramas que se lanzan al ruedo toman, sin salir del arquetipo, caminos imprevistos. Segundo, porque en las tramas que se intercalan se introducen patrones que determinan o determinarán tramas o detalles muy posteriores. Es preciso decir que hay una matemática muy precisa, y que he encontrado indicios de ella (el más claro es esa suerte de pararrayos que aparece hacia la mitad de la novela, y que evoluciona en tercer o cuarto plano como un substrato tectónico vibrante, vago, musculoso, del resto de planos de la estructura). Pero también es preciso decir que no he procurado descifrarla. Es tan compleja que allí se sitúa, diría yo, el principal defecto del libro: su ligera bruma, un punto de oscurecimiento en la claridad de la trama que me recordaba mucho a Pynchon y que a mí, particularmente, me incomoda en algunos momentos. Ojo, no hay objetividad en tal comentario.
Y aquí llegamos de nuevo al principio: el tema de la fiesta. Muy contento me puse cuando vi que uno de los capítulos del libro se titula: «Fiesta terrorista y divisiones internas: ¿cuánto matar?». Fiesta. Se me vino l’acquolina in bocca, como dicen los italianos sofisticados. Efectivamente, entre la página 239 y la página 351, asistimos a una bacanal. Por ahora, mi fiesta favorita de todos los tiempos es La cena de Trimalción, del ya citado Satiricón (Deben leer la vida imaginaria que le dedicó Schowb a Petronio). Pero la de Terroristas Modernos se sitúa bien alto en el escalafón de grandes fiestas imaginarias. En ella se conjugan las tramas que hasta el momento habían avanzado en diversos planos -tocándose sólo en momentos puntuales-. Hay un efecto de condensación que cristaliza en la fiesta. La fiesta ocurre después de la cristalización. Aquí el oscurecimiento y la brumosidad son necesarias y muy efectivas. Una muestra de un pasaje que contiene variedad de ritmos, patrones, voces, detalles atmosféricos; to’, señores/as. Lo he escogido, créanme, al azar: «Los músicos arrastran las sillas al levantarse, la gente chifla y pide más y Domingo Torres, con su alegre flaccidez de niño, su diplomática borrachera, sus uñas redondas, su terno ceñido a los miembros redondeados, su pene pequeño pequeño, sube al escenario y anuncia damas, caballeros, aplacando el aire con las manos mientras Aleixo Prado, Alfonso Beiro y Leonardo Güemes se encaraman a las lámparas improvisadas en las vigas y apagan las velas. Bienvenidos, damas y caballeros. Bienvenidos a La Muerte del Raciocinio muérete tú y que salgan otra vez las gitanas, grita Vicente Plaza desde el público, baile patrocinado por Las Amenidades Literarias, su periódico de alto entretenimiento pues como sea tan alto como tú vaya altura. Domingo Torres chasquea la lengua magnánimo. Les ruego tomen asiento mientras todavía quede luz, para evitar accidentes. Las risas de las mujeres trinan porque los hombres las están tocando». Estaba copiando el fragmento y, de alguna manera, al mimetizarme mientras lo escribía, me he creído que lo estaba escribiendo yo mismo, y casi me lanzo al vacío de la copia admirada. Pero he frenado; emerjo del trance para decir que esa fuerza -no tan intensa como en este pasaje, situado en el inicio del momentum del desenlace (qué sórdido y técnico suena todo esto!)- está presente en toda la obra. Me interesa, en la fiesta, la abstracción que supone el jolgorio, junto con el desenlace de diversos conflictos que se habían construido y aguantado desde el principio del libro. Esa simultaneidad de la fiesta con la descompresión de la carga conflictual crea el tétrico y muy admirado por mi persona efecto de catarsis, catástrofe -en todo caso transformadora-, y la caída final. Es posible que con todo esto diga mucho, como no diga nada. A mí me da exactamente igual. Puedo decir que he visto a Cristina bailando con una mesa, y que he reconocido en ella la autenticidad de la escritura. Si nos atenemos al Satiricón de Petronio, la autenticidad de la escritura y del arte en general hace varios milenios que se perdió. Con lo cual: no merece la pena que lloremos ya más por ello:
«Animado por esta conversación, me decidí a preguntar al entendido sobre la época de los cuadros así como sobre determinadas cuestiones oscuras para mí, y al mismo tiempo que dilucidase la causa del presente abandono, por culpa del cual habían desaparecido las bellas artes, entre las cuales la pintura, justamente, no había dejado el más pequeño rastro. Entonces, dijo él: «El ansia de dinero ha creado esta nueva moda. Pues en épocas pasadas cuando aún agradaba la virtud al desnudo, estaban en el apogeo las artes liberales y había el máximo interés entre los hombres por que nada que pudiese ser útil a las distintas generaciones permaneciese oculto mucho tiempo. (…) Lisipo murió de inanición absorto en el esbozo de una estatua, y Mirón, que casi encierra en el bronce las almas de los hombres y de los animales, no halló heredero. En cambio, nosotros, hundidos hasta los ojos en el vino y la prostitución, ni siquiera osamos reconocer las artes tradicionales, sino que en plan detractores de la antigüedad sólo enseñamos y aprendemos sus defectos». Dixit.