Transcripción del vídeo:

La fascinación por el poder nos corroe. No hay un reconocimiento tácito de este hecho consumado, (más bien lo contrario) pero hacemos el esfuerzo de dirigir nuestra mirada, la mayor parte de veces, allí donde el poder se ofrece a la vista. Miramos con insistencia, redundancia, en ocasiones envidia, a aquellos cuyas métricas destilan poder. Más followers que nadie, apariciones televisivas, volumen de citaciones científicas, publicaciones impresas, allí es donde se posa nuestra mirada por imposición, por pulsión, y por voluntad propia.

Sin embargo, el poder, como el gran misterio ecléctico, no es públicamente apreciado, ni reconocido como objeto de deseo de los sujetos que lo comentan. Sobre el poder, sólo se dicen buenismos, sentencias apócrifas. La voluntad de poder es subterránea, la mayor elipsis de fuerza de nuestro tiempo.

Por eso, para aprender qué es esa voluntad de poder y cuáles sus contradicciones, quise fijarme en personajes que tuvieron un poder desmedido, desde el principio, e hicieron uso de él, y penetraron a fondo en sus contradicciones.

En la investigación de hoy quiero hablaros de Tiberio Nerón César (nacido el 42 a.C. y muerto el 37 d.C.), segundo emperador romano después del reinado del glorioso Augusto, y quizá una de las figuras más oscuras e inquietantes de su tiempo. Quiero acercarme a su vida, a hechos concretos de su vida que nos devuelven al uso que hizo del poder, a los momentos, las situaciones y, sobre todo, las contradicciones que muestran cómo la voluntad de poder es constante, interna, pero modulable, variable según los sucesos, las circunstancias, y que sus efectos son impredecibles, y por eso un misterio. Las escenas que os contaré tienen como referencia dos libros: Vidas de los césares, de Suetonio, y Anales, de Tácito. Dos historiadores que nacieron cerca de veinte años después de la muerte de Tiberio, y sobre el que escribieron con el mismo aroma de misterio sobre ese personaje. Dos libros fundamentales que son la clave de este vídeo y cuya lectura recomiendo mucho.

Hace unos años, un amigo me dijo que nada se había escrito tan tenebroso y oscuro en la historia de la literatura universal como la página que dedica Suetonio a las perversiones del emperador Tiberio en su retiro en la isla de Capri. Dice Suetonio:

En su retiro de Capri (30 d.C.) ideó también una cámara con divanes, sede de pasiones secretas, donde grupos de muchachas y muchachos degenerados llevados de todas las partes e inventores de monstruosos acoplamientos a los que él llamaba spintrias, unidos de tres en tres, copularan por turno en su presencia, para que excitara con sus miradas las pasiones, que ya le fallaban. // Se abrasó en una infamia todavía mayor y más vergonzosa, hasta el punto de que apenas se puede contar u oír, y menos aún creer, pues se decía que instruía a niños de tierna edad, a los que llamaba pececillos, para que se movieran y jugaran entre sus muslos mientras nadaba, excitándole poco a poco con la lengua y con mordiscos; e incluso que acercaba a niños más crecidos, pero aún latantes, a su pene como una tetilla.

El mismo hombre, con 16 años, en el 25 a.C., había mantenido una sólida y espartana carrera militar. Luchando primero en Hispania contra los cántabros y luego conquistando Armenia contra los Partos. Líder y gran estratega de las legiones que logró, pocos años después, dominar Tracia y la parte de Germania más allá del Rin, también fue conocido por su crueldad y falta de piedad para con los enemigos vencidos. Ya su padrastro, Augusto, dudaba de su integridad moral. Dice Tácito (libro 1, 11): “Augusto, al solicitar a los senadores la potestad tribunicia para Tiberio, aunque pronunció un discurso elogioso, había dejado caer ciertas insinuaciones sobre su moral, su comportamiento y sus costumbres, para, con la apariencia de excusarlas, reprochárselas”.

El mismo Augusto no debía ver muy claro que Tiberio se convirtiera en su sucesor. Pero no tuvo otra alternativa cuando murieron sus dos hijos de sangre, Cayo y Lucio. En el comienzo del testamento de Augusto “la forma” en que está escrito ese comienzo, ya da cuenta de la duda que se llevó a la tumba: “Puesto que la cruel fortuna me arrebató a mis hijos Cayo y Lucio, que sea Tiberio César mi heredero”. Tanto Suetonio como Tácito contrastan la misma impresión: que Augusto temía entregar su imperio a un descerebrado.

Descerebrado que, sin embargo, había dado grandes muestras de valor y estoicismo en el campo de batalla. ¿Se trataba acaso de alguna forma de psicosis? Dice Suetonio: (Durante la campaña contra los germanos) “En la otra orilla del Rin, en cambio, adoptó un plan de vida tan sencillo que comía sentado sobre el césped desnudo, pasaba la noche sin tienda con frecuencia y daba por escrito todas las instrucciones del día siguiente. Si había cualquier emergencia, ordenó que acudieran a él, a cualquier hora del día o de la noche, para resolverla”. Serio, severo, y también cruel. Añade Suetonio: “Mantuvo severísimamente la disciplina introduciendo diversos tipos de castigos y de penas deshonrosas tomados de la antigüedad y llegando incluso a degradar a un legado de la legión por haber enviado a unos pocos soldados a cazar a la otra orilla del río.

Después de sus campañas militares y de la muerte de Augusto, en sus primeros años como Emperador, se mostró atento e interesado en el gobierno del estado. De un inicio casi de “buen talante”, veremos cómo acabó finalmente aislado y vicioso en Capri en un lento y constante descenso hacia la depravación para el cual también hay una explicación: un extremo sentimiento de culpa no resuelto que fue creciendo en él. Más allá de las crueldades que pudiera cometer en el ejército, debieron de pasarle factura dos hechos clave, el destierro y repudio de su esposa Julia (hija de Augusto) y la muerte de sus dos hijos, Druso y Germánico, sucesos acerca de los que tanto Tácito como Suetonio opinan que él, padre, debía de estar detrás de forma indirecta.

Pero en sus primeros años como emperador mostró una curiosa falta de vanidad, y dio la impresión de que otorgaba al Senado más poderes de los que efectivamente, luego tuvo. Prohibió que se erigieran estatuas y efigies en su servicio. Rechazó que el mes de septiembre pasara a tener su nombre. Rechazó el mismo nombre de “Imperator” y el sobrenombre de “Padre de la patria”. Mostraba un odio radical contra los aduladores y lisonjeros. Y, al principio, también se mostró abierto con que poetas y raperos del momento se burlaran de él con sus versos satíricos. Llegó a decir, al principio, que en una ciudad “debían ser libres la lengua y el pensamiento”.

Pero eso fue al principio. Y quiero ubicar el cambio en este tema, el de la difamación pública por parte de los poetas satíricos. Pues, ¿no es cierto que hoy en día se encarcela a personas, en nuestro país, España, por el contenido de sus canciones y twits? Tiberio se mostró inicialmente dispuesto a encajarlos, pero en cuanto pudo, actuó como su padre e hizo uso abusivo de la así llamada Ley de lesa majestad, que a lo largo de su reinado le permitiría luego deshacerse de decenas de enemigos personales con la simple acusación de que “habían hablado mal de él” o “conjurado contra él”. Esta ley de Lesa Majestad recuerda mucho a nuestro tiempo actual. Y es interesante la observación que hace Tácito:

Las cartas de Antonio y los discursos de Bruto contienen muchas infamias contra Augusto, falsas, por cierto, pero de gran dureza. Se pueden leer versos de Bibáculo o de Catulo repletos de ofensas a los Césares; sin embargo tanto el divino Julio como el divino Augusto lo soportaron y lo permitieron. No me sería fácil decir si más por prudencia o por sabiduría, ya que si no se les hace caso, las cosas se pasan, pero si se muestra enojo, da la impresión de que se están reconociendo.

Desde que empezó su imperio, Tiberio hizo dos cosas lentamente: fue adquiriendo el poder propio de su cargo, poder dictatorial, y se dejó de simulaciones, y por otro lado, poco a poco se fue alejando de la capital, de la vida pública, y empezó a entregarse a sus vicios y placeres ocultos. Tácito menciona en muchas ocasiones que Tiberio era ambiguo, impreciso y voluble. Que una vez podía decir una cosa y luego la otra: le gustaba echar faroles. Eso, y la voluntad de gobernar desde la distancia, crean un ligero paralelismo con nuestro anterior presidente en España, Rajoy, y sus misteriosos y ambiguos comportamientos.

Claro que Tiberio tenía la fuerza de la ejecución, y eso lo vemos en cómo, al parecer, estuvo detrás de la muerte de sus dos hijos, Druso y Germánico (el primero natural y el segundo adoptivo), así como del destierro de su esposa y, particularmente, de la supresión de cualquier paga que pudiera percibir, a pesar de ser la hija del mismísimo Augusto. Su hijo adoptivo Germánico, gran general muy apreciado por las legiones tras sus éxitos contra pueblos germánicos y por el pueblo por su temple y heroicidad, fue envenenado en Siria y hubo serias sospechas de que su propio padre adoptivo estaba detrás del asunto (por haber adquirido demasiado poder). A Druso, según refiere Tácito, lo envenenó un estrecho amigo de Tiberio, Sejano, quien aspiraba al poder y quería deshacerse del hijo natural. Ambas muertes, de alguna forma tuvieron que perturbarle, la primera por culpa y la segunda por pena, pues con ellas se marca el primer alejamiento de Tiberio de la ciudad y, en general, del gobierno. Se retiró a la región de la Campania, y luego a la isla de Capri, que convirtió en su particular reino de la fantasía depravada durante cerca de quince años.

No volvió a pisar Roma. Tan sólo en casos de extrema gravedad, se dignó a salir de su isla. Desde ella gobernaba. Salió, por ejemplo, cuando en el año 27 cincuenta mil personas murieron o quedaron mutiladas tras el derrumbamiento de un anfiteatro en fidenas (Tácito habla de 50 mil muertos y heridos, Suetonio de veinte mil muertos). Allí, en la isla, fue donde alcanzó las cotas de perversión descritas al principio de este vídeo, a las que podemos añadir detalles como que “tuvo la idea de distribuir en las selvas y bosquecillos de Capri lugares afrodisíacos, por distintas partes, y jóvenes de ambos sexos que se ofrecían al placer por cuevas y cavernas vestidos de panes y de ninfas; por eso ya todos le llamaban públicamente “Capríneo”, dice Suetonio.

Acerca de la parte final de su existencia, Tácito es más comedido: su forma de hacer historia es mejor documentada, más ponderada. En cambio, Suetonio, en quien preferimos fijarnos por el espectáculo y por ser esta la parte final del vídeo, da rienda suelta a una descripción psicológica funesta de Tiberio. Empieza por llamarlo Avaro y tacaño (nunca hizo obras públicas ni fue dadivoso con el pueblo), luego lo acusa de obviar y despreciar a su madre, y afirma, como mencionábamos antes, que “no amó con afecto paternal a ninguno de sus dos hijos, ni siquiera al legítimo”. Hizo morir, además, a sus nietos, Nerón y Druso. A partir de aquí, Suetonio desglosa crueldades exuberantes, locas, delirantes. Mandó suicidarse al gramático Seleuco cuando descubrió que éste se informaba de qué libros leía para poder darle conversación en la cena. Cuando descubrió que su hijo legítimo, Druso, había sido envenenado, inició una persecución sangrienta que implicó a decenas de personas que no se libraron de la tortura y el suplicio. Incluso, por error, ordenó atormentar a un visitante venido de Rodas creyendo que estaba implicado en la muerte de su hijo. Al descubrir que se había equivocado, mandó matarlo para que no se supiera el agravio.

Hasta este punto alcanzó su crueldad, mezclada con esa perversión por los placeres extremos, excesivos, sin mesura, que disfrutó atormentado, se cree, en la isla de Capri. Tácito narra cómo Tiberio era muy aficionado, también, a la Astrología, y cómo buscaba en los astros los designios de su futuro, y cómo empujaba por los acantilados de Capri a los atrólogos que, sencillamente, no lo convencían.

Uno se pregunta, finalmente, qué clase de persona hace este uso del poder. Si es alguien que, a su vez, ha debido sufrir al principio de su existencia algún tipo de falta que debió de gestar su carácter. No lo sabemos y no podemos hacer psicoanálisis con los datos disponibles. Sí podemos, en cambio, ver cómo el poder que nos fascina, también corrompe. Ver cómo, aquello que se desea por la voluntad de poder que nos domina en el inconsciente, también destruye, y que no tenía razón Nietzsche en su Genealogía de la moral, ni en sus divertidas pero equívocas apreciaciones sobre el hombre ascético.

Hay algo en el asceta que protege de lo que hemos visto, y algo en el poderoso cuyo poder crece, que conduce a esa corrupción destructiva. Habrá, pues, que pensárselo dos veces antes de aspirar a según qué cosas.

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