Entonces, el pensamiento era obsesivo. Había alguna clase de thought form que ocupaba gran parte de mi tiempo. Vagaba por las calles sin disfrute. Paseos por los pueblos del Maresme en el tiempo en que me retiré a casa de madre. Grabé pocos vídeos entonces. Sí tenía ideas. Una de ellas, rodar a diferentes perros detrás de verjas. Perros que me ladraran, grabados a 60 fps y luego ralentizados para representar la rabia. Así, mientras caminaba por urbanizaciones húmedas de Canet, mis ojos buscaban perros. Era invierno, frío notable. No había ni humanos ni perros. Los pocos perros que había, por otro lado, no eran rabiosos. Eran perros tristes. Perros melancólicos apoyados en los catafalcos de las verjas.

Un año más tarde pude grabar a varios ejemplares furiosos (lo que más me impresionó de esos planos ralentizados fue que el sensor captara el golpe de la onda de sonido tras el ladrido; no pensaba que semejante cosa fuera posible, que el instrumento visual capturara el efecto sónico). En aquella época de encierro tan solo encontré perros tristes. En mi delirio empecé a pensar en la cualidad de espejo de la realidad que se nos manifiesta. En la importancia de estar bien por dentro para poder proyectarlo por fuera. Ahora le pregunto a los perros cuál es mi estado y ellos me lo comunican sin fallo.