Stasi, Orwell, Bach
El verano pasado estuve en el museo de la Stasi de Leipzig. Temible servicio secreto. En uno de los paneles de cartón escritos a mano se explicaba que, en 1989, por lo menos el 30% de la población de Leipzig había servido como informante de la Stasi para encontrar disidentes y ciudadanos hostiles al régimen. En un mapa cubierto de chinchetas se reflejaba cómo el órgano burocrático multiplicó su tamaño en pocos años hasta necesitar de decenas de edificios gubernamentales para sostenerse. Miles de trabajadores a la búsqueda del traidor. Se interceptaba toda la correspondencia, se pinchaban las llamadas, se atendía incluso a los chivatazos de los niños. El estado policial era completo y lo sustentaba el propio pueblo (bajo coacción, se entiende). No faltaba buena literatura doctrinal al respecto:
Tras la caída del muro se consiguieron rescatar los archivos diezmados de la Stasi (en gran medida habían sido destruidos). Cualquier ciudadano puede hoy en día comprobar cuál fue su status real a ojos del servicio secreto. Estadísticamente, todas las familias naturales de Leipzig cuentan con miembros que figuran en esos documentos. Se puede decir, en cierta medida, que la Stasi realizó una cobertura completa de la población. Y para ello, como se observaba en el museo, disponía de complejos métodos de espionaje perfeccionados a lo largo de tres décadas de crecimiento e inversión ininterrumpida: decenas de modelos de micrófonos, sets completos de pelucas y maquillaje para el noble arte del disfraz, elementos de extorsión, juegos de mesa doctrinales, elaborados uniformes con insignias y promoción sucesiva en la medida en que uno adoraba a la patria, cámaras fotográficas, teleobjetivos, salas de interrogación, sillas de tortura con sus lámparas potentes y cegadoras. Es normal, pues, que saliéramos algo atontados de aquel museo. Volvimos a la luz del día y al calor del verano dando pasos sin sentido. Recuerdo que queríamos comer pero éramos incapaces de decidir dónde: paseamos por callejones atestados de tiendas y restaurantes de las más pintorescas tradiciones culinarias hasta que, en los alrededores de la iglesia de Santo Tomás encontramos una larga cola de gente.
Concierto de Bach.
No habíamos comido pero daba igual. Nadie en su sano juicio debería perderse un concierto de Bach si se topa con él. ¡Ya comeremos!, dijimos con la misma desorientación de siempre, y pagamos nuestra entrada para escuchar al maestro interpretado en la iglesia en la que trabajó siglos atrás. En el interior se había congregado por lo menos medio millar de personas. Apareció un obispo y pronunció durante veinte minutos un discurso en alemán incomprensible. Pero luego, sonó Bach. Empequeñecido y avejentado por el ayuno escuché al maestro con los ojos cerrados. ¡oh, Bach! ¡Bach! ¡Qué gran tristeza siento al decir tu nombre! La interferencia se produjo en el momento culminante del aria 39 de la Pasión de San Mateo: abrí los ojos y miré a la gente. Ancianos. Viejos felpudos de rostro duro. La cabeza inclinada en gesto de expiación.
Al poco tiempo de regresar de nuestro viaje me hablaron de Orwell, un videojuego indie del vanguardista estudio alemán Osmotic Studios. El subtítulo de Orwell dice así: «Big Brother has arrived. And it’s you». La referencia a la obra de George Orwell, 1984, es evidente desde el mismo título. Este es el concepto:
En el videojuego, Orwell es un sistema de seguridad que emplean los altos estamentos del gobierno para investigar y prevenir actos de terrorismo. Se trata de una combinación de inteligencia artificial con inteligencia humana que explora en los perfiles sociales de los ciudadanos en busca de restos semánticos, pistas, tramas ocultas. En el juego, encarnaremos a un agente de Orwell encargado de investigar un atentado bomba.
Tendremos acceso a las redes sociales y correos hackeados de una serie de sospechosos grabados con las cámaras de seguridad en el momento del atentado, y nuestro cometido será descubrir quién fue el causante, todo ello a partir de la información que podamos recabar de los sospechosos desde Internet.
En la trama, el primer sospechoso es una mujer de mediana edad, activista de izquierdas. Se nos permite acceder al interior de su Facebook y examinar sus conversaciones de chat, sus mensajes, y actividad en general. Cada vez que aparece un rastro semántico que podría ser relevante, la inteligencia artificial lo destaca. Nuestro papel es clave, puesto que decidiremos qué trozos de información son relevantes. Por ejemplo, en la ficha de la primera sospechosa, pueden marcarse como relevantes dos cosas: «Soy una feliz habitante del mundo del arcoiris», «quiero dejar mi trabajo y centrarme en mi carrera como artista». Si marcamos las dos frases, ambas llegaran a las instancia superiores. Si no lo hacemos, las instancias superiores no recibirán información alguna.
En este sentido, nuestro papel en Orwell es fundamental: nosotros como agentes humanos del programa decidimos qué información es relevante y cuál no. Naturalmente, el juego está planteado para mostrar cómo se pueden producir graves problemas a la hora de seleccionar y juzgar la información (el clásico juego del teléfono roto). Si en referencia a la pobre sospechosa activista seleccionamos demasiadas frases descontextualizadas pero peligrosas, las altas instancias se fijarán más en ella y el rumbo de la investigación tomará derroteros que podrían ser equivocados.
Orwell reproduce en el contexto contemporáneo de la era de Internet las propias mecánicas de la Stasi. Al probarlo uno siente, en gran medida, la magnitud de la exposición que tienen los internautas y la nula garantía de privacidad con la que navegan por la red. La cuestión radica en saber si lo que es un videojuego no es más que eso. Es decir, si habitamos o no en un mundo todavía controlado por instancias superiores en una variación sutil del estado policial, tan sutil que ya ni siquiera lo parece, o bien si todo esto es un alegre producto de la imaginación paranoica.
En diciembre de 2016, Edward Snowden dijo en una entrevista con Jack Dorsey: «Las mismas tecnologías que se están utilizando para conectarnos, para permitir que otra gente escuche por ejemplo esta misma conversación, también se utilizan para grabar nuestra actividad». Es un hecho consumado y es lo que está ocurriendo, o por lo menos hay muchas pruebas a favor según se ha revelado en los últimos años a través de Wikileaks. Todo lo que realizamos en la red queda grabado, y las empresas trafican con esa información a destajo.
No hace falta ir muy lejos para saber lo fácil que es llevar tareas de espionaje en internet, incluso a nivel amateur. Y si lo puede hacer cualquiera, ¿por qué no van a poder hacerlo las instancias superiores? Aquí podéis ver un tutorial de phishing en Facebook, una técnica sencilla que con un poco de imaginación e ingeniería social permite conocer la contraseña de un usuario. No hacen falta conocimientos técnicos. No hace falta nada más que tener un motivo para hacerlo.
La idea principal con la que hay que quedarse de este artículo es la siguiente: escuchen a Bach de vez en cuando.