Tres páginas web: historia de un libro imposible

Prólogo a la edición conceptual de La hora Negra, de Joan Sebastià Arbó. Se trata de una novela que el autor reescribió y republicó hasta trece veces (cuatro auto-traducciones al castellano) en un proceso inacabable de escritura.
No estamos, por lo tanto, frente a una edición bilingüe de un mismo texto, sino ante un dispositivo más complejo que convoca las voces de Víctor Balcells Matas, Josep Miquel Ramis y Andrea Valdés, cuyos ensayos reflexionan sobre la creación literaria, la naturaleza siempre inacabada de determinadas obras o el papel del editor, cuestionando la idea de que un libro pueda contener “la última palabra” de un texto siempre abierto.
El resultado es un libro con dos novelas, un prólogo, un epílogo y un posfacio en dos lenguas; tres índices, dos textos de “palabras preliminares” y cuatro notas editoriales. Un bosque donde perderse, como el que aparece en la imagen de la cubierta, de Rafel G. Bianchi.
El libro es, en esta ocasión, el fruto del trabajo conjunto entre Xavi Ristol, Club Editor y Como Ediciones.
2.027 Lo permanente, lo que subsiste y los objetos son uno y lo mismo.
Ludwig Wittgenstein
John Mothman es un hombre poderoso que se desliza por las diversas salas abovedadas del centro de la ciudad en busca de autores proscritos y textos publicables de forma especial. Especial porque, como editor, no se parece a ningún otro editor. En ocasiones sus publicaciones han sido altamente costosas –edición de lujo con chapa de oro o platino- y de un solo y único ejemplar. A veces las hojas de papel son papiros antiguos rescatados de tumbas de sórdidos faraones secundarios, en las que imprime su texto. No es el caso de este libro, que será impreso 250 veces. Pero al margen de esto, hay un componente de torsión extremo en esta pieza, un libro, sí, pero donde muchas otras personas participan, conformándolo. Entre ellos el reputado Josep Miquel Ramis, especialista en autotraducciones, o la investigadora de lo desconocido y oculto Andrea Valdés. Pequeños autores, entre los cuales me incluyo, que conforman este libro que digo mío y no es absolutamente tal cosa, como veremos.
Estas líneas responden a un encargo de Mothman. Lo trataré honoríficamente, puesto que él, aquí, me está concediendo la posibilidad de publicar por primera vez en mi vida, después de mi dilatada historia de intentos infructuosos de publicación con múltiples editores. Sólo por eso me limitaré a decir que, como mecenas que es de mi persona, a su servicio estoy como los antiguos autores del siglo XVII. Tras años de encuentros y desencuentros con editores, es la figura de John la que encarna en sí misma, de forma unificada, a todos los posibles editores que he conocido.
Disfruto observando a la gente rara. En ocasiones me limito a coger el metro sin rumbo y me fijo en cada uno de los rostros. No busco en ellos la forma que ya observo, sino la figura que esconden, el signo. Algunas veces tengo suerte y puedo descubrir a auténticos especímenes: se presentan ante mis ojos como raras y magníficas creaciones. Tomo nota de ellos y su comportamiento. Naturalmente, sé que hay otra gente que hace lo mismo que yo y que me ha catalogado a su vez como espécimen en su propia catalogación. Parte de la gracia de los viajes en metro consiste en distinguir a lo catalogadores de los catalogados y, a su vez, en ofrecer para los catalogadores no descubiertos una imagen favorable / curiosa a la hora de ser catalogado. En mi caso, totalmente vestido de negro y ojeroso, sin duda deben de catalogarme como vampiro, y a su vez como catalogador, pues es lo que soy cuando voy en el metro. Pero lo cierto es que, últimamente, cada vez hay menos especímenes y más catalogadores, hasta el punto de que, en horas valle, haya tan sólo catalogadores y todo el juego pierda su gracia a falta de especímenes por exceso de catalogadores. La conclusión es simple: el ser humano como tal está muriendo para dar paso a la especie de los catalogadores, homo alertus. Esta misma especie se puede dividir en diversas partes de especie. La parte floreciente tiene que ver con los catalogadores que catalogan para su propia comparación y gloria, los narcisistas, fáciles de distinguir por su gran aparatosidad tecnológica. La parte decadente y olvidada es la que profeso yo -aunque también es a su vez narcisista-, que es la del catalogador que utiliza lo catalogado para crear pequeños objetos literarios. La cuestión: las presas están menguando y el tesoro es cada vez más preciado.
Por eso, uno con los años ha ido descubriendo nichos donde, sin temor a equivocarse, encontrará el magnífico fruto virgen que es el espécimen. Por ejemplo, cada mes de diciembre acudo puntualmente a la feria mundial del esoterismo para escuchar anómalas y trasnochadas visiones del mundo.
Otro lugar muy frecuentado, y el que nos ocupará en este texto, es sin duda el gremio de los editores. Acerca de él en particular mucho puedo decir. Si bien soy un, como se dice, novel, no publicado, un no-autor-todavía, he tenido múltiples y diversos contactos con editores que me han llevado a conclusiones ciertas: ellos en sí representan al espécimen puro, la máxima particularidad ante la generalidad de ellos. Quiero decir, si uno quiere especímenes, debe buscar editores. Dos minutos observando su cháchara y sus movimientos dan cuenta de hasta qué punto tengo razón. Mothman es, en este sentido, el punto final de mi investigación, y felizmente esto coincide con la publicación de este, mi primer texto publicado.
Esta es la naturaleza del encargo: un texto para un libro único: este que tiene entre manos. Efectivamente, no hay, en el momento en que esto escribo, más copias de él, y como habrá observado, tal libro no es mi libro, sino que yo tan sólo soy el honorífico prologuista. Además, lo que usted ha adquirido no es tan solo un libro, sino una propiedad única en su conjunto, incluida la deuda y las responsabilidades con sus autores, yo incluido. Por decirlo así, ahora mismo, además del único lector de este texto, es también sin quererlo el propietario póstumo del mismo, y yo soy su acreedor. Por eso aprovecharé para recordarle que mis derechos contractuales deben cumplirse hasta su vencimiento. Extiendo tal deseo al resto de autores de este libro-editorial que usted ha adquirido: Andrea Valdés, autora del epílogo; Rafael G. Bianchi, presente en portada; Josep Miquel Ramis, académico reputado y el autor central, Juan Arbó (sus herederos); a Club Editor y sus derechos de explotación de la obra, así como a Como Ediciones y Xavi Ristol.
La pieza central de esta obra es la versión inédita de Hores en blanc, 1983-84 de Sebastià Juan Arbó, autor conocido por sus novelas autoevolutivas, donde cada reimpresión implicaba un cambio en el texto. Terres de l’Ebre, su novela capital, sufrió siete cambios extendidos en sucesivas reimpresiones, cambios que abarcaban incluso a la propia dedicatoria a la madre. En la presente edición, se incluye una nueva y última versión de Hores en blanc 83-84, naturalmente inédita, pues fue redactada un tiempo más tarde para ser publicada de nuevo, y para la cual el editor ha fundado propiamente una editorial y nos ha contratado. Al mismo tiempo también incluye una versión -de nuevo inédita- de La hora negra, 1955, la autotraducción al castellano de la misma obra encontrada en el Fondo Néstor Luján de la Biblioteca de Cataluña, que guarda un ejemplar, con la correspondiente dedicatoria al editor de Destino y amigo próximo, en el cual introduce un buen número de correcciones autógrafas, que probablemente planeara incorporar de alguna forma en versiones posteriores, pero que aquí, también, trataremos de forma honorífica por si la moscas.
En el epílogo, la estudiosa de la literatura Andrea Valdés contextualiza al autor en el panorama europeo de narrativas. En el posfacio, Josep María Ramis ubica la naturaleza extemporánea y permanente del libro, la obra de Arbó. Esto, añadido al prefacio que anticipa al prólogo (¡oh, Dios mío!), este texto, componen la interioridad del libro. En la exterioridad, está el objeto y el papeleo empresarial asociado al objeto que utd. seguramente esté paladeando en este mismo momento, a menos que haya arrancado estas páginas del propio objeto. Si cerramos el libro (momentáneamente, para volver luego aquí), encontraremos una imagen de ilustración que será el punto de partida para empezar a hilar esta disposición masiva de elementos. Obra de Rafael G. Bianchi, muestra la naturaleza profundamente ramificada e interrelacionada de esta obra. De momento, centrémonos en la imagen de cubierta, pues nada mejor que esa imagen describe y explica este conjunto de textos: un campo de atletismo. En honor al malogrado pintor amateur y cantante Joan de Cabirol, Bianchi desarrolla una obra autoevolutiva sobre un mismo lienzo. Desde tiempos inmemoriales pinta, capa sobre capa, el mismo paisaje: la pista de atletismo de Olot, ciudad telúrica. Tal y como Juan Arbó no podía dar por concluida su obra con las sucesivas correcciones de lo escrito, Bianchi se proyecta hacia su propio futuro en un ejercicio de borrado constante. La memoria es, constitutivamente, una falta. Y es por lo que falta, y no por lo que sobra, como organizamos una historia, en este caso la de la inacabable tarea de Sísifo. A su vez, la obra de Bianchi es espejo de la obra de Joan de Cabirol, el pintor amateur que a lo largo de su vida pintó, también, el mismo paisaje: las marismas de Moixina, lugar emblemático para los pintores de la conocida escuela de paisajismo. La imagen de cubierta, desplegada en su concepto, contiene el contenido del libro, incluso contiene el contenido de este mismo prólogo.
II
Como he mencionado no sin rubor, soy un autor novel y esta es mi primera publicación. Pero, naturalmente, no es lo primero que escribo. Ni mucho menos. Hace doce años, cuando apenas tenía 20, me inicié en el mundo de las páginas web. En los tiempos muertos, y gracias al concurso de Padre -pionero de la informática- aprendí a crear plantillas en html y empecé a ganar algo de dinero con eso. Nada más descubrir el mundo de Internet, pensé: debo escribir sobre esto. Mi literatura debe volcarse, especializarse, centrarse en esto: las páginas web. Mis conocimientos técnicos, que he ido ampliando a lo largo de años, han confirmado la intuición primera: Internet era y es el tema. Hasta aquí, como usted comprende, las cosas funcionan o tienen la lógica propia del romanticismo primerizo.
Todo cambió cuando, al terminar de escribir el primer borrador de mi obra, intenté publicarlo en una editorial prestigiosa de la ciudad. La pieza se titulaba 3 tragedias web (título sencillo pero directo). Nada más acabarla me presenté ante mi editorial favorita de aquella época y me dediqué a espiar detenidamente a sus integrantes. Tras conocer de memoria los usos y horarios de los editores, decidí abordar a la editora literaria en un bar crepuscular y mostrarle mi obra.
Para mi sorpresa, se mostró entusiasmada. Dijo que eso, 3 tragedias web, sin haberlo leído, sonaba muy bien. Yo asentía con la cabeza tontamente. El camino parecía abrirse fácil, amable y vaporoso ante mí. Me refiero al camino de la publicación y el sueño de éxitos y fama que entonces permeaba mi cuerpo. Ahora que habito en la melancolía todo aquello me resulta incluso inquietante. Así fue: después de aquel encuentro fortuito, iniciamos una sórdida correspondencia que duró 55 correos. En el primer correo de esta correspondencia yo envié la obra. A continuación, se sucedieron veinte correos en los que ella justificaba su demora y yo solicitaba su veredicto acerca de la obra. En el correo 26, bajo la promesa constante de encontrarnos pero sin habernos encontrado en ningún momento, ella escribió:
“Hemos decidido aceptar tu libro. Pero necesitamos que lo actualices porque un técnico nos ha dicho que en este tiempo han cambiado mucho las cosas en el mundo de las páginas web: está desactualizado. Mientras tanto, tenemos que celebrarlo, ¿no? ¡Quedas formalmente invitado a la fiesta navideña de la editorial!”.
En el correo 27 yo me entusiasmaba por la futura publicación y emplazaba a la editora a celebrarlo en “la fiesta navideña de la editorial”. Añadía también que sin duda actualizaría los contenidos de 3 tragedias web, que el mundo de Internet avanzaba muy rápido y había que estar al loro. No hubo respuesta. En el correo 28 volvía a escribir yo, esta vez pidiendo datos para la tal “fiesta navideña de la editorial”. Tampoco hubo respuesta. Me presenté en la fiesta navideña de la editorial y nadie pareció reconocerme. El director de la editorial preguntó por mi presencia y por mis vínculos con los presentes. Mi único contacto, la editora, no estaba allí. La mencioné a ella y también mencioné a 3 tragedias web pero él dijo no saber nada de mí. Pasé parte del rato apoyado en la mesa de canapés, en silencio. En el correo 29 le preguntaba a la editora si era cierto que mi libro había sido aceptado y si iba a ser publicado realmente, y por qué nadie me había reconocido en la fiesta navideña de la editorial. Ella contestó en el correo 30 que debíamos encontrarnos y tratar el asunto de la publicación -omitió el tema de la fiesta navideña-, quizá para “hacer algunos cambios” de cara a la “publicación en enero”, es decir, “inmediata publicación”. Entre los correos 31 y 39, vanos intentos de concretar una cita para cerrar el asunto. Los cambios a realizar en la obra: desconocidos. En el correo 37, momento clave: “Vamos a retrasar la publicación un semestre más. Dime, ¿podrías tener el libro para entonces actualizado a los tiempos que corran?”. Digo momento clave porque ya había efectuado una actualización y modernización de 3 tragedias web. Al fin y al cabo mi obra hablaba de páginas web y cada seis meses cambiaban las plataformas, los buscadores, los intereses de la gente. De modo que, momento clave: decidí volver a actualizar el libro. Fue entonces cuando se determinó la costumbre, la bisagra, la chiave di volta que ha empezado a llevarme hasta aquí. En el correo 39 la editora decía “me alegra que vuelvas a actualizar el libro para su publicación. Esta semana voy de culo, ¿pero quedamos la que viene?”. Volvió a decir aproximadamente lo mismo en el correo 40, el 42, el 44 y el 46, ya en agosto y sin haber publicado nada. Así acabé una sórdida noche arrabalera, en el correo 47: ya entregado a la súplica trasnochada, dos años después de haber contactado por primera vez con la editora y habiendo actualizado el libro tres veces; ya no con 20, sino con 22 años, descompuesto en una bruta espera que me llevó a escribir los textos de súplica más tenebrosos en los últimos correos para, al final, dimitir de mis aspiraciones en 54 y 55, correos que nunca obtuvieron respuesta, pues yo ya había sido burlado.
3 tragedias web cayó en el olvido y abandoné la escritura. Entonces: dos años de trabajo oficinesco en temas de internet y vagos proyectos creativos inconclusos. Había debilidad y, por eso mismo, inacción. Fue un suceso en apariencia fortuito el que rompió la quietud de mi existencia. Pero estaba postrado en la cama, simulando hallarme en un ataúd, cuando sonó el teléfono móvil. Al descolgar, oí una voz chillona e infantil que decía Me han dicho que escribes muy bien, que sabes de literatura, y yo necesito a alguien… No lo comprendía. De alguna manera, alguien me estaba enchufando sin yo haber solicitado enchufe alguno. Tenía un próspero trabajo en el mundo del posicionamiento web, y lo de la literatura ya solo era un hobby arrabalero. Sin embargo, cuando la vocecita me ofreció las condiciones, acepté. Y eso que eran muy malas. Fue un impulso primario de volver al ruedo, la respuesta de una llamada tribal acaso; Buffalo Bill ha muerto y los tambores lo cantan sin esperar respuesta.
Pero aquí está la respuesta.
El regreso al mundo editorial, esta vez como editor, recuperó en mí la idea de 3 tragedias web, obra que desempolvé y volví a actualizar por cuarta vez -ahora incluyendo ya redes sociales, Google, etc- con la idea de presentársela a mi nueva jefa. Ella me había invitado a pasar un fin de semana con el resto de trabajadores (un secretario adjunto) a su Masía del Empordà. Mi idea era llevar hasta allí el manuscrito y, en un momento de flaqueza, en medio de la cena, convencerla de su publicación y de mi valía como autor literario, además de editor servicial. Así subí al tren con el manojo de hojas guardado en un maletín ligero. En la estación me recogió un hombre jorobado que dijo ser el “encargado de la casa”. Atravesamos en 4x4 bucólicos prados; vimos galopantes caballos y algún que otro molino de viento. Todo ello propiedad de mi jefa. Vivía en un suntuoso castillo situado en la cima de una colina. Se llegaba hasta él atravesando una empalizada de madera que hacía las veces de fortín. Mi jefa me recibió en traje de fiesta en el vestíbulo abovedado y me invitó a descubrir los aposentos. Cabezas de animales disecados, frutos postreros de la caza, en las paredes; una especie de moqueta roja desplegada en la escalera, el olor a madera vieja, a humedad pétrea, a candelabro, cera desprendida y transformada en volutas de humo y ella con el vestido ceñido entre la bruma, señalando con un brazo fino el retrato que presidía la pared oriental: “Todo esto fue de mi padre, Caballero de la Orden de Malta”. Subí hasta mis aposentos en silencio, una habitación elevada desde la que dominaba la piscina y parte de las caballerizas.
Tras deshacer la maleta, me invitó a bajar a la sala de juegos. Tal y como pude notificar, el secretario, mi único compañero de trabajo, no había llegado todavía. Estábamos solos, mi jefa y yo; atravesábamos un pasillo acristalado, cuyas cortinas sin embargo estaban por completo echadas: no se veía más que la tenue luminiscencia de las velas que alguien había dejado en el suelo marcando un camino. Yo llevaba en una disimulada bolsa el manuscrito de mi opera prima 3 Tragedias Web, versión 5.0, para mostrarla en el momento adecuado. La sala de juegos era también una biblioteca. En medio, rodeada de libros incunables, un futbolín. Mi jefa me sugirió que jugáramos y yo, naturalmente y en calidad de subalterno, me puse a un lado de la mesa. La partida duró poco porque ella mostró una increíble fuerza con los brazos (esos tenues bracitos de apenas cuatro centímetros de diámetro aplicaban sobre la bola fuerzas descomunales: ganaba rápido) y porque alguien llamó a la puerta y tuvimos que parar. La cena, Madame, dijo el amable jorobado.
En el comedor, nos aguardaba una persona. La primera imagen que tuve de él fue la imagen de su espalda. Un hombre seguramente forjado en el gimnasio, pero al mismo tiempo refinado por la música clásica y la lectura: estaba analizando los cuadros de la pared y al llegar nosotros giró levemente su rostro y pude ver parte de su barba y su afilada nariz, que me impresionaron. En la cena, tan sólo yo me alimenté de los suntuosos manjares que me ofrecían los y las cocineras. Según observé, ni mi jefa ni él probaron bocado. Me agasajaban con preguntas retrospectivas sobre mi pasado, mis gustos, y se dirigían alternativamente miradas cómplices que no acababa de descifrar. Sí me daba cuenta de la oscuridad reinante, de lo vaporoso del ambiente, lo rojizo, un poco también de lo pastoso que había en el raro proceder de esas dos personas. Entonces no sabía -ahora sí lo sé- que estaba tratando con vampiros. En aquella cena yo estaba deileitado por el cochinillo a las flores pascalescas que me habían servido, y por los cumplidos súbitos que me dirigían alternativamente mi jefa y su invitado. Y así decidí, entre el segundo plato y lo postres, presentar mi manuscrito 3 tragedias web a los vampiros.
Cuando lo puse sobre la mesa y anuncié que además de editor, yo también era escritor y que tenía un manuscrito, mi jefa mudó el rostro. La mirada se petrificó hoscamente fija en el fajo de papeles que yo había extendido sobre la mesa. Traté de venderle el proyecto pero su amabilidad se esfumó de pronto; de hecho no llegaron los postres; cogió el manuscrito y, al leer el título, dijo Sin ánimo de ofender, pero ¿qué es web?
¿Web? Página web, dije yo.
¿Página qué?
Página web, lo que se usa en los ordenadores, web, internet.
Pero… ¿de qué me estás hablando? Devolvió el manuscrito al centro de la mesa, arrojándolo como si fuera un mamotreto -que en parte lo era-. El gesto, simple pero definitivo, me derrumbó:
Llevo mucho tiempo intentando publicar este texto.
Supongo que no eres el único al que le pasa, contestó mi cruel jefa.
Pero sí soy el único que lo ha actualizado ya ¡cinco, seis, siete veces! ¡Y que tendrá que seguir actualizándolo mientras nadie lo publique!
Yo no puedo publicarte, chico, no sé ni lo que es web.
Es algo que está muy de moda, es muy comercial.
No puedo publicarte.
Esas fueron las palabras. Al repetirlas por segunda vez, adquirieron un aplomo, una cavernosidad, que me venció definitivamente. Recogí el manojo de papeles y lo devolví al maletín. Me quedé mirando el plato vacío, sin postres. Entonces habló él:
¿Conoces a Joan Arbó?
Mis ojos siguieron fijos en el plato de cerámica. No, dije.
De estar vivo, seríais amigos.
Levanté la mirada. Su boca habló en la penumbra:
A los dieciocho años escribió su primera novela, Terres de l’Ebre, que publicó doce años más tarde. Pero no estando satisfecho, realizó hasta siete reescrituras y cuatro traducciones de la misma, introduciendo variaciones y correcciones. ¿Acaso no sois en alguna medida parecidos y no acabáis nunca aquello que habéis emprendido?
Pero él llegó a publicar once veces un mismo libro y yo, de momento, sólo lo he corregido seis y publicado ninguna.
No me interesan los números, sentenció, me interesas tú.
Ay, ay, ay, mi jefa se llevó la mano a la frente e hizo una mueca de desdén, Ya empezamos…
Me interesas tú, sí, dijo.
¿Por qué?, le pregunté.
Él y mi jefa se miraron. La mirada de ella era desaprobadora. La de él, suplicante.
III
Mucho tiempo después supe que aquellos dos vampiros planeaban vampirizarme tras haberme atiborrado de comida, pero que mi intento patético de ser publicado fue, al mismo tiempo, mi salvoconducto para sobrevivir como el ser humano (no vampiro) que sigo siendo. Mothman me salvó de una conversión segura. En la conversación que siguió, me dijo que estaba enfrascado en el proyecto de publicar una nueva edición inédita de Hores en blanc, otra novela reescrita varias veces por Joan Arbó. Una edición definitiva, aglutinadora, maximalista, de la eterna reescritura de ese autor. Me solicitó en esa cena que explicara mi historia trágica de su, a su vez trágica, 3 tragedias web. Dijo: representa la mecánica, el modus operandi de los escritores como vosotros, los que caéis en el bucle infinito de la reescritura y el inacabamiento.
Y aquí, por eso, tengo ahora la milagrosa oportunidad de hablar de mi obra inconclusa, ya corregida 9 veces y rechazada otras tantas por falta de actualización de los datos. Si nunca llega a ser publicada, usted por lo menos podrá decir que supo de su existencia (si es que decir tal cosa tiene algún valor en algún momento futuro).
Esta pieza despliega la inconclusión en un artefacto cerrado y único, que es el libro. En la cubierta Bianchi vuelve a pintar las variaciones de motivo sobre lo mismo. Aquí, yo mismo, prologuista cenagoso, o perdido en el cenagal, y como epílogo un tratado de Andrea Valdés. En este tratado aborda aquello que el crítico norteamericano Steven Moore denominó Una historia alternativa de la novela.
De acuerdo con los cánones académicos, ¿dónde colocaríamos Terres de l’Ebre , notes d'un estudiant (...), la Hora negra o Hores en blanc, versión catalana reescrita de la Hora negra que aquí nos acompaña, en el contexto de la historia de la literatura? Es sin duda un rara avis que escapa a toda clasificación, y cuyo valor reside, en gran medida, en su proceso de reescritura, en la cualidad mental -el estilo, el modus operandi- de su autor. Moore sugiere, como Historia alternativa de la novela, un proyecto de análisis individual. Dejamos de creer en los grandes movimientos: Romanticismo, Realismo, Naturalismo, etc, a partir de los cuales se clasifica la literatura occidental, y elaboramos una lista de individuos anticanónicos que, desde la antigüedad, conforman una Historia Alternativa en la que Arbó tiene lugar honorífico.
Si nos ceñimos tan sólo a los siglos XIX y XVIII, encontramos diversos autores desplazados frente a los cánones literarios. ¿Cómo pudo Lautréamont desplegar el surrealismo varios decenios antes de su invención? ¿Cómo pudo Lawrence Sterne comprender mejor que nadie la postmodernidad desde el siglo XVIII? ¿Y Nietzsche y su pensamiento todavía incomprendido? ¿Y Cervantes? A través de los grandes nombres aparecen otros autores específicos, raros personajes, desde Petronio y su literatura festiva hace ya dos milenios, pasando por novelas beat escritas por monjes medievales, hasta nuestro siglo, prolífico en locura y, por lo tanto, en otros puntos de vista: Gombrowicz, Perec, Linspector... Solo algunos innovadores como Joyce, Stendhal o Emily Brönte forman parte también del canon académico. No encajan todos aquellos que en el estilo, el planteamiento, el tema o la forma, se emancipan de su tiempo. Muchos de ellos ni siquiera llegaremos a conocerlos nunca.
Esa emancipación es la que nos interesa. Conocer modos de pensamiento distintos, a los que necesariamente se asocian estilos distintos y formas de arte desdibujadas.
Ceñidos a las obras de Arbó sometidas a la reescritura de su autor, ¿dónde reside su grandeza? Lo que sabemos seguro es que reside solo parcialmente en los propios textos. El gesto de la reescritura reiterada a lo largo de décadas amplía la percepción sinestésica de todo libro. En la novela Terres de l’Ebre, leemos sobre un padre y un hijo. En el subtexto, comprendemos el síntoma esencial de Arbó: la imposibilidad de dar por acabado algo. O lo que es lo mismo, el afán de perfección, el temor definitivo al juicio. Hores en blanc es la versión catalana, publicada en 1983, de Notes d’un estudiant que va morir boig, de 1933 (col·lecció Balagué) a partir de la autotraducción al castellano La Hora Negra, 1955. Así, en sucesivas metas volantes dispuestas a lo largo del tiempo, disfrutamos del texto, sus variaciones, todo lo que se teje en torno a esa particularidad.
Atentos a la maravilla de estar ante una forma distinta y no canónica de creación, nuestros ojos y nuestra sensibilidad no pueden dejar de percibir tensiones artísticas en lugares inéditos: en las siete reescrituras de Terres de l’Ebre ejecutadas en catalán, hay siete variaciones en la dedicatoria del libro. Arbó dedica el libro a su madre. En una de las ediciones, la dedicatoria se suprime por completo. Sólo al pensar estas mutaciones en la dedicatoria encontramos otra trama, una pieza de arte inserta pero también autónoma que acompaña al libro.
Este libro, el objeto que usted maneja, es el libro implicado. Se despliega en sucesivas formas de lo inacabado para volver a cerrarse en su unidad conceptual: la oscura neurosis que no puede explicarse.