Los Diarios de John Cheever | Alcoholismo y homosexualidad oculta
Un vídeo introductorio a los diarios de John Cheever. Debajo, la transcripción:
Rescato primero una nota importante de los hijos de Cheever, responsables de la edición de sus diarios, que llegó hasta nosotros reducida, pero no censurada en sus partes esenciales:
«Nuestro trabajo ha sido ante todo de contención. No hemos querido inmiscuirnos. No hemos hecho nada para proteger a nuestro padre. Nada para protegernos a nosotros mismos. Nos hemos mantenido al margen. Mi hermana Susan, mi hermano Fred y yo nos hemos encargado de casi todo el apoyo; mi madre, de mantenerse al margen. Nuestro trabajo exigió tiempo; el suyo, valentía».
Así empiezan los diarios en sí:
«En la madurez hay misterio, hay confusión. Lo que más hallo en este momento es una suerte de soledad. La belleza misma del mundo visible parece derrumbarse, sí, incluso el amor. Creo que ha habido un paso en falso, un viraje equivocado, pero no sé cuándo sucedió ni tengo esperanza de encontrarlo».
Lógicamente, hay un trabajo de edición que redujo el tamaño total de los diarios a la obra que tenemos entre manos. Sin embargo, existe en todos los textos que escribe Cheever en sus diarios una consciencia de estar haciendo literatura. Existe, a su vez, una inconsciencia de que esto va a ser leído. Por lo que la mezcla de literatura con fría y despiadada honestidad nos ofrece una obra superior, en la que el secreto personal ya no se esconde sino que se elabora, y en la que el lector puede sufrir y entusiasmarse al compás de los vaivenes del autor, precisamente porque este no imposta nada. La sensación de leer a Cheever en sus diarios es muy distinta a la de leer, por ejemplo, a Gombrowicz en sus diarios. Este último es un autor al que admiro pero en su diario hay demasiada consciencia de otros posibles ojos, precisamente lo que no le pediría jamás a un diario. Porque lo que le pediría a un diario sería más autenticidad de la que puede dar una obra, más contradicción de la que puede sostener una trama, más exceso del que puede permitir un editor.
En Cheever hay belleza, estilo, pero también melancolía, desesperación. Una desesperación lírica que encontramos, a su vez, en su obra literaria (digo literaria refiriéndome a sus novelas y relatos). Vemos en sus diarios cómo su oficio como escritor no sólo tiene por finalidad el éxito o el ser leído (aspiración muy razonable). Tiene también una función de análisis y autosanación, un poder que la literatura posee y que, necesariamente se pierde cuando uno escribe para agradar a un tercero. Dice Cheever, en un fragmento en el que reflexiona sobre su escritura, y en el que se intuye ya el drama del alcoholismo:
«La despreciable mezquindad, la mediocridad de mi trabajo, el desorden de mis días, son los motivos de que me cueste tanto levantarme por la mañana. Cuando hablo con los demás, cuando voy en tren, la vida parece dotada de una bondad superficial que no necesita discusión. Cuando paso seis o siete horas frente a la máquina de escribir, cuando duermo la mona en un sillón roto, acabo por poner todo en tela de juicio, incluso a mí mismo. Llego a conclusiones insoportablemente morbosas y la mitad del tiempo desearía morir. Tengo que llegar a un equilibrio entre escribir y vivir. No debo seguir siendo autodestructivo. Cuando despierto por la mañana, debo decirme que es necesario pegar más duro, hacer mejor las cosas, al menos dejar a mis hijos un recuerdo respetable y aleccionador, pero una hora más tarde, al sentarme frente a la máquina de escribir, me pierdo en la bruma de los remordimientos y escribo una o dos páginas sobre Aaron sentado solo en un cuarto mientras se derrumban las paredes de su alma».
Cheever habla, pues, de su vida, de su literatura (publica su primera recopilación de relatos en 1953), y también de la literatura de otros. Comenta en las primeras cincuenta páginas del diario obras de Mailer, Bellow o Turgueniev (mucho hombre). Habla también de su mujer con amor, ternura, entendimiento, pero se adivina en estas páginas otro de sus secretos: la bisexualidad, el interés por los hombres, que en aquella época, y estando casado, no podía ser reconocido sin represalias sociales. Encontramos también en los diarios estampas, observaciones, pequeños relatos redondos en los que resuenan las problemáticas que acabamos de mencionar. Por ejemplo:

En algunos pasajes concentra el dolor, la soledad, los rasgos de un alcoholismo desenfrenado que busca tapar algo sin nombre. Tras haberse levantado con resaca y dispepsia, un día, vuelve a beber a lo largo del día, se siente vacío, nada tiene sentido en su vida. Se encuentra con un amigo millonario y la comparación le frustra. Es 1955 y pronto llegará su consagración literaria. Pero mientras, escribe:

En 1957 publica con gran éxito (gana el National Book Award) crónica de los Wapshot. Hasta entonces, aunque gozaba de cierta popularidad, era clasificado como un escritor de relatos del New Yorker, y no elevado a la categoría de autor destacado de las letras. Con esta novela, emerge. Sin embargo, en los diarios, se comenta el éxito de forma cambiante. En ocasiones, exaltado, utiliza la fama de su libro para ligar con mujeres (no suele mencionar sus afinidades con hombres con detalles), o bien llega a escribir en una entrada suelta: “llegan las críticas, pero no me interesan”, más bien concentrado en su propio vacío, su propia soledad, su propia sensación de no ser capaz de conectar con el mundo y estar en él en paz. Escribe:

Vemos cómo los diarios son un complemento perfecto para entender la obra. Como ocurre en el caso de Kafka, que tan bien supo desentrañas Elias Canetti en “El otro proceso”, hay una estrecha conexión entre experiencia vital y obra literaria. En la literatura todo aparece en clave, disfrazado. Pero si uno tiene acceso a los diarios, es como si tuviera en su poder una máquina Enigma de descifrado. De pronto, la obra literaria de un autor con diarios se convierte en un juego de desentrañar lo que primero se leyó como literatura, y lo que ahora se lee como verdad oculta, disfrazada, estilizada. Esto es literatura, pienso siempre que leo a Cheever. Esto es el sentido de la creación.
Damos aquí un salto y nos ubicamos en 1966. Cheever habla en una entrada de diario de un tal Marples. Un tipo que, al parecer, lo ha intentado matar dos veces. Es curioso porque descubrimos aquí cómo en alguna medida también disfraza en el diario. Marples es William Maxwell, escritor y editor del New Yorker. La conexión es fácil porque es célebre la anécdota en que Maxwell empujó a Cheever por la ventana. En una segunda ocasión, intenta atropellarlo. Ambas veces, parece que todo ha sido sin querer, pero no es eso lo que destilan las palabras de Cheever, sino miedo. Luego, si el diario es privado, como decíamos, ¿Por qué ocultar aquí a Maxwell, a quien sí cita por su nombre en otros lados? Poco después de narrar este episodio (página 224) el leitmotiv del alcoholismo:
(página 266) “Sentado en la terraza, leo sobre los sufrimientos de Scott Fitzgerald. Yo soy, él fue, de los que leen las dolorosas historias de los escritores alcohólicos y autodestructivos con un vaso de whisky en la mano y las lágrimas rondando por las mejillas. Un trueno a las tres. La vieja perra tiempo y vomita del susto”.
Ahora damos un salto a 1968, a punto de publicar Bullet Park, su novela más experimental y uno de mis favoritas. Aquí vemos cómo el tema de la homosexual es ya más palpable y claro. El tema de la homosexualidad que le lleva a cuestionarse, claro, el tema de la virilidad:

Hay que comprender la época en la que estamos, y por qué dice que “le aterra ser homosexual”. La presión exterior y social que debería soportar sería abrumadora en el contexto burgués americano de clase media alta en el que vive. Y mientras se mueve en conservadurismos y miedos, que a su vez le llevan a la represión y a la adicción por el vacío causado por dicha depresión, escribe su novela más audaz. Él, siendo un escritor clásico, realista, estilo siglo XIX en muchos casos, se lanza con Bullet Park a una obra que quiere seguir la estela de autores que en ese momento están ascendiendo, postmodernos como John Barth, Pynchon o William Gaddis. Es una novela fallida, pero la adoro por la intrepidez e irregularidad de su trama, por los vestigios clásicos sobre los que está montada, por cómo en ella están presente todos los dramas que vemos ya más claros en los diarios. Hay en ellos un descenso lento, paulatino. Oscuras confesiones que aglutinan elementos:

Los diarios siguen en los 70, hasta el 82, año de su muerte. Él sigue casado. Su fama crece. Relatos, su novela sobre la vida en prisión, Falconer, el alcoholismo es ya desmedido. Aparecen los primeros ataques de epilepsia. Cáncer de pulmón. Las últimas páginas de los diarios de Cheever, su clausura, son un canto triste de la historia de una represión masiva, que llevó a la melancolía y a la depresión.
Como toda vida real, tiene contradicciones, destellos, movimientos opuestos al rumbo general. Esa es la gracia de los diarios, muy parecida a la de la astrología: su contradicción que, a su vez, parece más real que la coherencia de ciertas construcciones. Quiero acabar con un fragmento en el que habla de un amor secreto, un hombre, explícitamente, y de la fama y de la enfermedad:
